Se los presento: el tipo se llama André Williams, y murió
ayer, con 82 años. En esta foto sonríe y está bien vestido, digamos que luce
más que presentable. Pero la imagen que uno puede tener de él a través de su
música no es precisamente esa. André era un sobreviviente, un pibe de Alabama
que a los 6 años quedó sin madre y fue criado por sus tíos hasta que se mudó a
Detroit, donde se acercó a la gente de Fortune, un pequeño sello que funcionaba
en el fondo de una peluquería. A partir de entonces comienza su leyenda, que es
pequeña, una nota al pie de página. Como tantos en su época, Williams tuvo
varios hits locales, algún que otro éxito nacional, y no mucho más. Eso si, mal
no la debe haber pasado entonces. Entre sus momentos de gloria de aquella época
está ser el co autor del primer simple que grabó Little Stevie Wonder, haber
trabajado con Ike Turner, y hacer lo propio para Parliament y Funkadelic
durante los años 70. Para la década siguiente, sin embargo, Williams fue una
piltrafa, corrió detrás de sus adicciones y terminó viviendo en la calle. O en
la cárcel, cuando se le terminaba la suerte. Pero volvió, claro que volvió.
Durante la década siguiente empezó a juntarse con grupos como The Sadies, a
poner su voz aguardentosa al servicio de canciones que no necesitaban mas que
un gruñido antes que una frase para dejar en claro de donde venían. Lo que en
Tom Waits es arte para André es cosa de todos los dias, o al menos de sus días
pasados. Descubrí a André Williams en los tiempos de Tower Records, gracias a la
revista Pulse, donde encontré un artículo que celebraba su regreso con un disco
enorme, tal vez el mejor de su madurez, llamado Bait and switch.
Aquel disco, eso sí, no estaba en la sucursal de Callao y Santa Fe, sino que
creo que se lo tuve que encargar a alguien. Pero desde entonces es uno de los
tesoros de mi discoteca, y el nombre de André pasó a ser una de esas líneas a
tirar al océano de internet para siempre sacar algo. Increíblemente el viejo
siguió activo, sacando mas y mas discos. Siempre con su voz al frente, siempre
moviendo las caderas, siempre mugriento, siempre sugerente, siempre pidiendo
con la diablura del que ya no necesita, y al mismo tiempo necesita siempre.
André era rock del viejo, rock prohibido, ese rock que a la luz de los nuevos
tiempos sería condenado e iría preso, pero que alguna vez nos salvó la vida.
Supongo que muchos andamos preguntándonos qué significa eso, qué sentido tiene
para nosotros y por qué y cómo debemos defender esos recuerdos y esos
principios, si es que los hubo. El rock supo ser antes que nada un lenguaje
secreto, una luz en un camino donde --por fin-- todo estaba permitido. Las
rutas elegidas no son responsabilidad del rock, que es apenas la piedra contra
el vidrio. De qué vidrio hablamos es problema nuestro, al fin y al cabo.
Escuchar a André siempre me pareció que era como escuchar lo prohibido,
Dionisios hecho música y gruñidos, Apolo mandado a paseo. Desde ese primer
disco que descubrí de él André siempre fue un Cretino honorario, porque --lo
confieso-- parecía ser mío y de nadie mas, y porque su aparición siempre hacía
parar la oreja, que es algo hermoso que regala la música, ese tironeo, esa
arena antes que aceite en el engranaje, ese despertar a un mundo nuevo. O a la
súbita ausencia de ese mundo al que estamos condenados todos los días: de
pronto, alguien tira de la alfombra donde estamos parado y hay que arreglarse.
La noticia de que André Williams finalmente estiró la pata no es para ponerse
triste. Al menos no fue eso lo que me pasó. Porque el viejo estaba viviendo de
prestado. Había regresado de su naufragio particular, y apenas si daba
testimonio de ese tiempo extra de disco en disco. Pero dicen que incluso un
reloj roto da la hora correcta dos veces al día, y un rockero que regresa de su
infierno sabe que no hay tiempo ni horas, solo un presente sin ningún otro
tiempo que el de su canción. Y la canción no se mancha. O no debería. En aquel
disco con el que lo conocí había muchos temas maravillosos, pero hay uno en el
que siempre pienso cada vez que recuerdo al viejo André. Un tema sentido,
despojado, apenas una guitarra eléctrica acompañando un lamento que anuncia que un día podes estar en el cielo, el próximo en el infierno, un día podés vivir
en un country, al día siguiente estar en la cárcel. André, claramente, sabía
de lo que hablaba. Y le hablaba a alguien que había pasado por lo mismo, le
decía que lo entendía. Pero lejos de ser un lamento, el tema terminaba con una
patada en el culo. ¡Levantate!, gritaba. ¡Poné tus cosas en orden!. En
eso estamos, André. En eso estamos. Gracias por avisar, che. Y buen viaje.
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