miércoles, 24 de febrero de 2021

Eduardo Darnauchans, "A mis hermanos"

Soy de una generación/ hambrienta, desprovista

Con estos versos abre el primer Música Cretina de este año, que ya no podemos decir que sea nuevo, porque hace más de una semana que lo venimos presentando, y porque –aún más importante– ya está casi listo otro no-programa, este sí realmente nuevo, a punto de salir al ruedo. Pero antes hablemos de estos versos, que abren también de manera contundente el que terminó siendo el disco de despedida de Eduardo Danauchans, El ángel azul, que siempre se ha dicho que fue un acto de amor de su productor, Alejandro Ferradas, y nunca está de más repetirlo. Me confía Ernesto Tabárez que en aquella época crepuscular el Darno ya no quería grabar, lo que quería era beber, y así es como se terminó yendo, vaya uno a saber si prematuramente o no, pero con apenas 53 años, dos años después de la edición de aquel disco. Así que Ferradás hizo realmente milagros con un disco que nadie se hubiese asombrado si sólo terminaba siendo un pálido retrato de su intérprete, en el que los fanáticos buscaríamos algún retazo del artista que fue y con eso nos consideraríamos satisfechos, e incluso agradecidos. En cambio, es un disco entero y apasionante, a la altura de toda su discografía, y que culmina un arco perfecto de tres décadas con aquel Canción de muchacho, su primer trabajo. Gran parte de esa impresión la transmite el tema del que estamos hablando, con letra del poeta Eduardo Milán, el único que compusieron juntos. Su viejo compinche Victor Cunha apunta que en realidad Milán y el Darno nunca compusieron juntos, sino que cantaban juntos, como parte de la misma barra de amigos. Ese poema, dice, Milán nunca se lo dio sino que el Darno debe haberlo visto mecanografiado, mucho antes de que fuese editado en un libro, y se lo quedó. Algo que seguramente sucedió en la primera mitad de los años setenta, apunta, antes de que Milán se exiliase en México. Buscando en las redes, el poema sólo asoma en el libro Poetas de Tacuarembó, que Cunha antologó para la editorial Monte Sexto, en 1987. Pero el propio Cunha calcula que debió haber sido parte del primer libro de Millán, Cal para primeras pinturas, del año 1973. Como en las redes no aparece mucho más del tema o el poema, sigo preguntando y Ferradás recuerda que A mis hermanos fue uno de los que primero asomaron cuando se empezaron a juntar en su casa con el Darno a grabar viejos temas olvidados e inéditos, y enseguida lo incorporaron al repertorio, junto con Estudio sobre caballos, Lqqd y Sonatina. Si terminó abriendo un disco que fue casi la natural conclusión de aquel pequeño proceso arqueológico, fue porque a Ferradás le gustó la intro de guitarra con la que arranca el tema, una idea de Guzmán Peralta. Arengado por mi propia arqueología, busco entonces a Carlos da Silveira, el guitarrista que acompañó durante mucho tiempo al Darno, antes de que Ferradás llegase a tomar la posta, que dice que si, que recuerda perfectamente ese tema. Era una canción que tenía años de compuesta, explica, pero que no había sido incorporada a sus recitales. La versión que hacían era muy simple, sólo da Silveira en guitarra eléctrica y el Darno cantando. “Recuerdo que usaba acordes de novena agregada en algunas partes”, precisa el guitarrista, que agrega que el tema fue estrenado en un Solís, y que cree que nunca más lo volvieron a tocar. Años después lo encontró en El ángel azul, señala, pero mucho más instrumentado. Después de mucho rebuscar, el dato de cuál fue el Solís en que se estrenó A mis hermanos –ni Cunha ni da Silveira podían precisarlo-- lo encuentro en Entre el cuervo y el ángel, la biografía del Darno que escribió Marcelo Rodríguez, cuya excesiva meticulosidad me molestó a la hora de leerla pero que descubro celebrando para estos menesteres: fue en noviembre de 1992, en un espectáculo llamado Canciones de amor. A esta altura, el único testimonio que me falta es el de Milán, y aunque no lo conozco me atrevo a escribirle un mail a México, preguntándole si es que recuerda cómo fue que su poema llegó a manos del Darno. Ya pasó una semana y no me ha contestado, y no se si alguna vez lo hará. Pero la cronología está completa: transcurrieron veinte años hasta que se cantó sobre un escenario, y diez más hasta llegar al disco. Siempre supimos que a Darnauchans no le gustaba apurar sus canciones, pero esto ya parece el colmo. Sin embargo, A mis hermanos está bien ahí donde está, abriendo ese último acto discográfico. Es como si siempre hubiese tenido ese destino. Esa generación hambrienta, desprovista, apunta Cunha, es la generación beatnik. Milán lo tomó veinte años después para su poema, y el arco continúa abriéndose y multiplicando en cada una de sus encarnaciones. Como la del día de hoy, sin ir más lejos, en que la evocamos justo cuando estamos despidiendo al último de aquellos hambrientos, el que apagó la luz y cerró la puerta, nada menos de Lawrence Ferlinghetti, que acaba de morir un mes antes de cumplir 102 años. Cunha confiesa lamentar que A mis hermanos haya sido añejado tanto tiempo, porque podría haber sido un himno, dice, una canción insignia. Supongo que hay veces que poco importa lo que queramos, sino que hay que contentarse con lo que tenemos. Pero también creo que himnos hay muchos, y faltan canciones que sirvan como señales, y A mis hermanos en la voz de ese Darno crepuscular termina siendo eso, una señal de que hasta acá llegamos, de que cargamos con todas esas cosas y llegamos hasta ahí, donde plantamos esa bandera. Somos de una generación hambrienta, desprovista. Acá nos quedamos, quien quiera tomar el testigo y seguir adelante, que venga nomás. El Darno y Ferlinghetti hicieron lo suyo. No es poco. Brindemos por eso. Y por los todos los que vengan a buscar esas banderas para continuar ese camino.  

(La foto es de Alejandro Persichetti, y fue sacada en Montevideo, en el camarín de la sala Zitarrosa, en el 2003. La encontré en el libro de Marcelo Rodríguez, que diseñó el amigo Rodolfo Fuentes.)  


martes, 23 de febrero de 2021

Azucena Maizani, "Llevatelo todo"

Llevátelo todo, mis pilchas, mi vento/ pero a ella dejala, porque es mi mujer

Si las redes no me engañan, y por qué habrían de hacerlo, la señora de la foto es nada menos que Azucena Maizani, y nos mira desde la despedida que le dedicó la revista Gente en ocasión de su fallecimiento, en enero de 1970, a los 68 años. La suya fue una de las grandes voces femeninas del tango más clásico, y el verso con el que abre este post es de un tema que estrenó en el teatro Maipo, en los años treinta. No se qué me gusta más: que la letra sea aparentemente de una disputa entre dos varones por una mujer, pero la que canta es otra mujer, o que logré incluirla casi al comienzo del Lado B del primer Música Cretina del año, nada menos que entre Pez y Ricardo Iorio hacendo Vox Dei. Como tantas cosas que cargo desde entonces, aprendí a querer a la Maizani gracias al Rafa Hernandez, cuando la presentó con mucho cariño en algún Piso 93. La llamó por el apodo que, me entero ahora leyendo por ahí, le supo poner Tita Merello: La Ñata Gaucha. También descubro que el juego de la canción entre hombres cantada por una mujer no se queda en la música, sino que también hay fotos en las que La Ñata aparece vestida claramente como un hombre. Supongo que tiene que ver con el hecho de que, al menos en este caso, se trata de una canción que se dio a conocer sobre las tablas, en la revista Caras sonrientes, que se representaba en el Maipo. Sigo leyendo y me entero que aunque la letra y la música están atribuidas a Rodolfo Sciamarella, en realidad la letra fue un regalo –“por favores recibidos”, leo por ahí– del tucumano Luis Alonso, amigo de Gardel y de García Lorca, entre otros. Si bien generalmente se lo suele dejar afuera incluso de la segunda línea de los compositores del tango, Sciamarella es autor de clásicos como Salud, dinero y amor, Por cuatro días locos o Hacelo por la vieja, pero tal vez su condena haya sido la marcha Evita capitana, que lleva su firma y supo grabar Nelly Omar. Nestor Pinsón en el site Todo Tango cuenta que cuando la Libertadora lo fue a buscar, Sciamarella ya se había exiliado, a México primero y luego a España, donde –como lo había hecho en Argentina–siguió trabajando en publicidad, y siendo visita frecuente en Puerta de Hierro, donde residía Perón su exilio madrileño. Vení, hermano, debo hablarte/ que en mi pecho hay mucha bronca, escribe Sciamarella y canta La Ñata Gaucha para abrir la canción, y ese verso inicial resuena especialmente en este verano confuso y atribulado, pero en este martes de sol y cielo despejado después de una noche de tormenta mejor hablemos de música. Y si es Cretina, mejor. 

 

lunes, 22 de febrero de 2021

Ray Heredia, "Alegría de vivir"

El infierno de tu gloria/ ha pasado por mi

Se los presento: el tipo de la foto se llama Ray Heredia, y este año se cumplen treinta años de su prematura muerte, apenas un mes después de que editó su primer (y único) disco solista. Su gran himno, casi una canción de despedida, cierra el Lado A del primer Música Cretina de este año que –se los recuerdo, y me lo recuerdo a mi también, porque ya lo he olvidado– recién está comenzando. Lo que habrá dentro de mi, canta y se pregunta Heredia una y otra vez entre palmas en lo que debió haber sido un hitazo, pero hoy sigue siendo apenas un clásico para entendidos, a pesar de los discos homenaje, de versiones de Alejandro Sanz o Andrés Calamaro. Conocí su historia en mi primera visita a Madrid, en la segunda mitad de los noventa, de la que me volví deslumbrado –entre tantas otras cosas– por el nuevo flamenco, para quienes el buen Ray era su estrella trágica, su Jimi Hendrix, su ofrenda al club de los 27. “Jóvenes gitanos que quieren ser Prince”, era como Mario Pacheco, el dueño de la discográfica Nuevos Medios, que editaba y arengaba todo los que hacían, resumía lo que pasaba en esa peña bien madileña a pesar de su raíz flamenca, alrededor de la cual giraban también artistas como Ceesepe o Alberto García Alix, lo mejor de la savia vital de lo que después se simplificó apenas como la Movida. Uno de los fundadores de Ketama, Heredia parecía llamado a lograr grandes cosas, pero se quedó ahí, con un solo disco, hoy mítico, un clásico, melancólico y vital, si es que se pueden reunir semejantes cosas. Yo la busco y no la encuentro/ mi manera de sentir, advierte la letra de Alegría de vivir, cuya primera versión se la escuché a Daniel Melingo, que la grabó en su entonces fallido debut como solista pero que hoy se escucha como un triunfo, y en el que el tema de Heredia funciona como parte de ese lenguaje secreto con el que se reconocen esos eternos extranjeros que comparten ciudadanía musical. Recuerdo a los Ketama pasando por el programa que hacíamos con el Rafa Hernández en la efímera radio la Rocka: apenas vieron el disco de Ray Heredia arriba de la mesa a los hermanos Carmona se les encendió el rostro, y a partir de entonces se creó ese clima tan mágico que a veces regalan las entrevistas, que es sentirse amigos de toda la vida con el entrevistado aunque luego no nos volvamos a ver una vez que se apague la luz roja. Ray Heredia murió de sobredosis de heroína, encontraron su cuerpo en un descampado de los suburbios madrileños, y la noticia sorprendió a todos entonces, incluso a sus íntimos. Como les decía al comienzo de estas líneas, este año que recién comienza se cumplen tres décadas de aquella desgracia. Los invito a escucharlo en el que aún podemos llamar nuevo Música Cretina, a seguir buscando y buscando esa Alegría de vivir a la que al menos le podemos cantar, gracias al hijo del bailaor Josele, un artista singular que se fue dejando apenas un disco antes de partir. Quien no corre, vuela, es el nombre de aquel debut y despedida. Habrá sido cuestión de volar, entonces. 


sábado, 20 de febrero de 2021

Música Cretina 2021 #1

ESTO NO ES UN PROGRAMA

14-2-2021

 

Lado A

 

“Si las cosas que uno quiere/ se pudieran alcanzar”

 

1.- Eduardo Darnauchans, Mis hermanos

2.- Tim Maia, Leia o libro Universo em desencanto

3.- Omara Portuondo, Veinte años (María Teresa Vera)

4.- Les Negresses Vertes, Belle de nuit

5.- Andrés Calamaro, Pálido reflejo

6.- The High Llamas, Checking in, checking out

7.- Ray Heredia, Alegría de vivir

 

Lado B

 

“Nadie me dijo/ que habría días como estos”

 

8.- Pez, La estética del resentimiento

9.- Azucena Maizani, Llevatelo todo (R. Sciammarella)

10.- Ricardo Iorio, Ritmo y blues con armónica (Vox Dei)

11.- Paolo Conte, Gong-oh

12.- Jorge González, Me pagan por rebelde

13.- Ry Cooder, Happy meeting in glory

14.- Flaming Lips, Nobody told me (John Lennon)

 

Escuchar

jueves, 18 de febrero de 2021

Ry Cooder, "Happy meeting in glory"

Se los presento: el señor de la guitarra y la pipa lleva por nombre Joseph Spence, nació en las Islas Bahamas, y uno de sus temas –o, más bien, una de sus adaptaciones de una canción anónima religiosa– suena en el aún flamante primer Musica Cretina del año desde una versión que Ry Cooder inmortalizó en su disco más atípico de todos los que realizó en su primer etapa como solista durante los años 70 para el sello Warner: Jazz. Un álbum que conocí y aprendí a querer, como muchas tantas cosas vinculadas a la música y su disfrute, en la época de Piso 93. Lo siento por la cultura, decíamos entonces, y sonaban canciones religiosas en la trasnoche de una radio de rock, y –eso es lo más increíble– no resultaban para nada fuera de lugar. Cooder era nuestro ídolo, más que nada por su curiosidad para correrle los límites al rock, un camino que siempre transitamos de manera entusiasta. En particular cuando dejaba sonar en sus discos tanto el acordeón del Flaco Jiménez como la guitarra hawaiana de Gabby Pahinui. Lo fascinante de un disco como Jazz es que no se trata de, justamente, jazz, sino de lo que siempre estuvo en la periferia de lo que con el tiempo se terminó agrupando bajo ese nombre. Y uno de esos barrios era el de la guitarra isleña de Joseph Spence, un músico que cuando los primeros musicólogos occidentales desembarcaron en las Bahamas con un grabador para testimoniar el arte de aquellas islas lo escucharon tocar, quedaron tan desconcertados por su raro virtuosismo que buscaron ese otro guitarrista que debía estar tocando como él, porque nadie podía hacer eso por sí solo. Spence podía, claro que sí, y lo demostró durante varios discos y giras presentando su arte. Cuenta Cooder que cuando lo escuchó se sintió deslumbrado, porque en la libertad de sus afinaciones y sus ritmos imaginó una puerta a un mundo nuevo. Y hacia ahí fue. No por nada si Jazz como disco fue un fracaso comercial –demasiado jazzero para los rockeros, demasiado rocker para los jazzeros: la historia de siempre--, fue el que escuchó Walter Hill antes de convocarlo a hacer música para sus películas, lo que significó todo un nuevo capítulo en la carrera del buen Ry, uno muy lucrativo, y también sumamente libre. La reciente reedición de aquellos discos de Warner en una caja por el sello Rhino obligó a Cooder a salir a dar entrevistas, y me sorprendió leer en una de ellas que directamente no quiere hablar de Jazz, un disco al que no le tiene ningún cariño. Salvo, claro, por el detalle del cine, y también por haberle permitido tocar con alguno de sus ídolos. En las notas incluidas en la edición original del disco, Cooder escribe que los viejos himnos y canciones sacras que tocaba Spence estaban tan transformados y sincopados que hasta su esposa Louise tenía problemas para cantar con él. Se quejaba de que sus interpretaciones eran demasiado salvajes y radicales, mientras que su marido le respondía que de esa forma eran aún mejores. En el disco del que Cooder hoy no quiere hablar pero que sigue sonando tan intrigante como la primera vez, de sus once temas tres son versiones de los himnos de Spence, y siempre fueron mis preferidos. Leo en el texto incluido en una de las reediciones de su música por el sello Arhoolie que el buen Joseph era la persona más amigable del mundo cuando salía de su isla para grabar y también interpretar su música a sala llena. El testimonio de un tal Jack Viertel, musicólogo entusiasta acostumbrado a ser anfitrión de personajes del folk que lo recibió en Boston en 1971, da cuenta de –en vez de la habitual mezcla de desconfianza y timidez ante una gran ciudad– una cotagiosa espontaneidad y avidez por todo lo nuevo, ya sea haciendo volar barriletes a la orilla del río, como disfrutando de una comida en el mejor restaurante chino de la ciudad o probándose todo en los negocios más radicales de ropa. “Soy un extranjero en tierra extraña, buscando un amigo”, cuenta Viertel que solía decir Spence, con una sonrisa, rodeado por los nuevos amigos que encontraba en cada viaje. Y esa búsqueda y camaradería es lo que siempre sentí en esa música extraña que tocaba Cooder en ese disco que, para mí –en sus mejores momentos, al menos, los de Spence–, siempre tuvo la majestuosidad y el virtuosismo de un barrilete al viento. Se los recomiendo, Cretinxs míxs, no pierdan la oportunidad. Hagan play en el no-programa que les estoy invitando a escuchar, y véanlo volar.   

lunes, 15 de febrero de 2021

Omara Portuondo, "Veinte años" (María Teresa Vera)

Hoy represento el pasado/ no me puedo conformar

Se las presento, por si no la conocen: la señora de la foto es la legendaria trovadora cubana María Teresa Vera, autora de uno de los temas que engalanan el Lado A del primer Música Cretina del año, el clasiquísimo Veinte años, rescatado originalmente por Omara Portuondo para ese milagro musical llamado Buena Vista Social Club, pero que en el no-programa suena desde la versión de su primer álbum solista amparado por aquel suceso. Cuenta Omara que estaba terminando su disco La novia del filin en los estudios Areito de EGREM, en La Habana, cuando se apareció Juan de Marcos González y le presentó a un tal Ry Cooder. Le contaron que estaban grabando en el otro piso del estudio, y le pidieron que se sumase para cantar algo. Accedió sin pensarlo demasiado, y cuando pasó por ahí se encontró con muchos de los músicos que habían tocado en su disco. González le preguntó qué quería a cantar, Omara se lo dijo, y ahí mismo Compay Segundo arrancó a hacer la introducción, se sumó el resto de los músicos y la grabaron a dos voces. La cantante recuerda que cuando salió del estudio se olvidó del asunto, y la siguiente noticia que tuvo fue meses después, cuando le avisaron que se preparase para viajar a Nueva York porque el disco se había ganado un Grammy. La fantástica historia del Buena Vista Social Club ha sido contada ya una y mil veces, yo mismo lo hice en Radar más de una vez, y lo que no deja de impresionarme aún hoy es cómo el disco mismo pareció haber decidido asomarse al mundo contra viento y marea, como si tuviese voluntad propia, como los anillos que imaginó Tolkien para su trilogía. Porque no hubiese existido si los músicos de Mali hubiesen llegado a la cita, si Nick Gold no le hubiese mandado ese fax de último momento a Cooder invitándolo a La Habana, si no hubiese recordado alguien en el estudio el nombre de Ibrahim Ferrer y procedido a ubicarlo, y las casualidades se pueden seguir enumerando. Además, cuando ya estuvo listo, Gold y Cooder nunca se olvidan de cada vez que las discográficas les dijeron que no ante el producto final, porque no sabían dónde encajarlo, cómo venderlo. Pero el Buena Vista Social Club se vendió solo, y una vez que se destapó esa botella comenzó a salir y salir magia. Un disco tras otro que Nick Gold no dejó de grabar y editar a través de su sello World Circuit, cada uno de ellos una maravilla. Si los puristas de la música cubana reniegan cada vez que se suma la guitarra de Cooder en el disco original, cada álbum posterior –más allá de mi devoción por el buen Ry– parece darles la razón. De hecho, la versión de Veinte años incluida en el disco solista de Omara es mucho más deliciosa, con esa delicada introducción que tejen el trombón de Jesús “Aguaje” Ramos y el bajo de Orlando “Cachaíto” López (su disco solista es una de las gemas ocultas de la saga Buena Vista). Omara contó alguna vez que aprendió el tema cuando tenía apenas 4 años: se lo enseñó su padre, un fanático de la música y la vieja trova cubana. La única mujer en una escena dominada casi exclusivamente por varones, María Teresa Vera lo estrenó a mediados de los años treinta, y recién décadas después se supo que la letra en realidad era autoría de su amiga de la infancia, que supo componer canciones desde muy joven, Guillermina Aramburu. María Teresa era la hija de una sirvienta que trabajaba en el acaudalado hogar de la familia Aramburu, y las niñas se criaron juntas. Veinte años es en realidad la historia de Guillermina, abandonada por su marido luego de dos décadas de casamiento, que le entregó la letra a su amiga con la promesa de que nunca dijese que la había escrito ella. Promesa que se cumplió, y recién en esta última y arrasadora fama del tema post Buena Vista –Joss Stone le pidió a Omara cantarlo con ella– se terminó desenterrando su verdadera historia, al punto que en el disco producido por Cooder el tema está firmado sólo por María Teresa Vera y recién tres años más tarde, en el disco solista de Omara, asoma la autoría de Guillemina Aramburu. El amor que ya ha pasado/ no se puede recordar, se lamenta y trasgrede sus propias reglas su autora, y canta su última y más destacada intérprete en el primer Música Cretina que se asoma a este nuevo año, cuya realidad fantasmal no se diferencia mucho del anterior, pero acá estamos, y nos quedamos. Con qué tristeza miramos/ un amor que se nos va, canta Omara, y suscribimos nosotrxs, Cretinxs reincidentes, que no nos queda otra que confiar en que el año que recién empieza no lo veamos pasar como ese amor del que tantas veces disfrutamos –masoquistas impenitentes-- escuchar cantar.