Me siento como aquel ladrón que busca su fortuna/ en un callejón por donde nunca pasa nadie
Hubo una época en que las discográficas no se quedaban con todo el dinero, y lo repartían un poco. Permítanme una disgresión: reemplacen discográficas por la empresa que prefieran y la frase seguirá funcionando. No se trata de un truco de la dialéctica, es el mundo en que vivimos. Ahora bien, como les estaba diciendo, a los muchachos de los discos por entonces se les derramaba alguna cosa: pagaban algo a los músicos (además de estafarlos, claro), fabricaban productos que te podías llevar a tu casa, tenían más empleados despilfarrando dinero y, yendo a lo que me importa para este recuerdo, pagaban viajes a los periodistas para que conozcan a un artista. Sí, todavía me tengo que pellizcar para creérmelo: había una vez una discográfica que me pagó un pasaje en avión a España para promocionar a un cantante que era casi un desconocido de este lado del Atlántico y del globo. Y lo siguió siendo después. Fue algo que sucedió, claro, el siglo pasado, pero --como pueden apreciar-- aún lo estoy recordando. Ahí estuve yo, una noche fría y lluviosa en Madrid, viendo a Manolo García corcobear sobre el escenario de Las Ventas, calándose hasta los huesos ante una multitud, y feliz de poder hacerlo. Se había lanzado como solista, y estaba facturando a lo grande el hecho de haber sido el cantante de un dúo muy particular dentro de la música pop española: El Último de la Fila. Su particularidad estribaba en que, además de ser dueños de un repertorio fascinante --su delicioso primer disco se bautizaba Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana--, en el tan corporativo negocio musical español se habían hecho famosos por las suyas, sin deberle nada a nadie. Para cuando firmaron su primer contrato con una multinacional, sus canciones nunca habían sonado en la radio e igual la gente se las sabía, lo que propiciaba comparaciones musicalmente absurdas entre los argentinos conocedores del mundo musical que pisaban suelo español pero apropiadas en los que refiere a esa popularidad de abajo hacia arriba: el Último eran los Redondos españoles. Estamos hablando de la segunda mitad de los años ’80, convengamos que el tiempo terminaría haciendo aun mas impropia semejante comparación, pero lo cierto es que el grupo --casi sin escalas-- consiguió su gran contrato, llegó a hacer un disco producido a todo trapo y terminó separándose, y yo estaba ahí seguramente porque al buen Manolo había que tenerlo contento para su lanzamiento solista con toda la gloria. Merecida por cierto: aquel debut como solista después de la separación del grupo estaba a la altura de lo que venía haciendo e incluso se superaba, pero todo demostraría ser inútil, y García nunca sería más que otro de la guía en el Río de la Plata. Supongo que los de la discográfica lo sabían, pero yo estaba ahí para satisfacer al artista, que seguramente les había exigido al firmar contrato que lo hicieran famoso en América ya que en España se las bastaba por sí solo. Lo que no le decían era que si yo estaba ahí era porque los medios que estaban más arriba en la lista --los más influyentes, digamos-- habían declinado la invitación (se derramaba mucho en esa época: los muchachos de los grandes diarios no daban abasto, por suerte). Pero yo no había aceptado ese encargo solo por el viaje: realmente me gustaba El Último de la Fila. Nunca llegaron a Buenos Aires aquellos míticos primeros discos del grupo, pero cuando empecé a trabajar en los medios pesqué la compilación remasterizada de sus primeros éxitos independientes, que sí salió por estos pagos (y nadie le prestó atención). La bautizaron Nuevas mezclas e incluía temas que hoy son clásicos (ya entonces lo eran en España, por cierto), como El loco de la calle, Insurrección o No me acostumbro. Recuerdo que llegaron a sonar en el Piso 93, y también que en su momento el grupo cruzó fugazmente el charco para tocar en Buenos Aires, invitados por el ICI porteño --hoy CCEBA--, que supo hacer roncha trayendo lo mejor de la movida española a exhibirse ante el público joven de la nueva democracia argentina: así fue como Almodóvar comenzó a hacerse conocido por acá (cómo olvidar aquel ciclo en Hebraica), y los punks se cascotearon con la policía tratando de entrar a ver un show de Siniestro Total en la disco New York City. Con el Último no sucedió nada de esto, pero hay pruebas de ese viaje en los recortes de prensa de la época, que yo me había fotocopiado para demostrarle a Manolo, cuando lo entrevisté en Madrid al día siguiente de aquel diluvio en Las Ventas, que había hecho mis deberes. No le importó demasiado: a mi regreso a Buenos Aires me enteré que se habia quejado de que tanto yo como otros colegas que habían usufructuado el mismo viaje no lo habíamos ido a saludar al camarín al final del recital. Recuerdo que con el Bebe Contepomi estábamos hartos de tanta lluvia y salimos huyendo: los dos teníamos entrevistas pautadas al día siguiente por lo que ya habría besamanos, asi que no nos pareció que el saludo protocolar de esa noche fuese tan importante. Manolo García es conocido por ser un tipo gruñón y algo engreído, es lo que comentan por lo bajo los periodistas españoles, que lo tienen que sufrir habitualmente: ¡Ay del ego de los bateristas de un grupo que pasan a ser sus cantantes! Pero démosle la diestra: nuestros pasajes seguramente los dedujeron de sus regalías --como el presupuesto de grabación del disco y demás, obviamente--, asi que se sentiría con derecho a revisar los dientes del ganado. No me siento culpable: creo que le hice la mejor nota que le deben haber hecho por estos pagos alguna vez, y todo fue sincero. Pero no le alcanzó, o quizá nunca se enteró. La anécdota no debe haber ayudado a mitigar su desconfianza de los argentinos: en la entrevista me contó que firmaba sus temas con el absurdo nombre de Manuel García García-Pérez porque sus primeras regalías nunca le llegaron. Cuando intentó averiguar la razón, descubrió que había otro músico en SGAE que también se llamaba Manuel García... ¡y que era argentino! Lo cierto es que la carrera de Manolo como solista desde aquellos días ha sido prolífica, y en España ya es una marca registrada, pero la novedad del año pasado fue que se juntó con su antiguo coequiper, Quimi Portet, para regrabar el repertorio de El Último de la Fila. Lo han hecho adaptando los temas tanto al espíritu de sus años como a la lógica de sus ganas y sus voces: algunos han bajado de tonalidad y de ritmo, algo que en muchos casos ayuda a disfutar de sus letras. Es lo que sucede con el que suena casi al comienzo del Lado B de este Música Cretina, que tal vez haya sido el más famoso del Último de este lado del charco. Se llama Como un burro amarrado en la puerta de un baile, y mereció un llamativo video que supo verse con ganas en la mejor época MTV Latino. Tanto tienes, tanto vales/ no se puede remediar/si eres de los que no tienen/ a galeras a remar, canta el buen Manolo en esta nueva versión, que quizá pierde parte de su hechizo. Es cierto que no resulta tan irresistible como la original, pero sigue diciendo sus verdades. Musicales, claro. Y también cretinas.
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