El rock esta acá para quedarse/ Pero, ¿quién va a quedar para tocarlo?
Ya lo conté varias veces pero lo cuento otra vez, conocí a
Elliott Murphy gracias a un libro de letras de rock, que compré porque su
título era irresistible: Poetas malditos del rock. Eran tiempos pre-internet,
pre-todo en realidad, así que íbamos por ahí buscando pistas de nuestros
artistas preferidos, y también –o especialmente-- de los que aun no conocíamos
pero sospechábamos que teníamos que hacerlo. El libro era de la editorial
española Espiral, cuya colección de letras de rock traducidas competía contra
otra mucho más popular de la editorial Júcar, que también era más accesible, ya
que en algún momento llegó a tener una edición argentina. Jucar fue fundamental
con sus libros con las letras traducidas de Los Beatles –hasta hubo uno
dedicado al... ¡Gay Rock! ¡Recuerden que estamos hablando de comienzos de los
80!--, pero la colección de Espiral terminó teniendo mas onda. Para empezar, la
encuadernación no se deshacía en tus manos al leerla como la de los de Jucar.
Y, además, fue en un libro de Espiral donde leímos por primera vez las letras
de Jim Morrison. También las de Bob Dylan (Canciones 2, que terminaba en Blonde on
Blonde, fue mi Biblia durante mucho tiempo) y, más tarde, incluso Peter Hammill
y ya entrados los 90 le tocó el turno a Joy Division. Nota al margen: en esa
época trabajaba de joven maravilla en Radio Mitre, y le pedí el libro de Joy
Division a una de las estrellas del Magazine de la mañana, para los que armaba a veces
sus aperturas. ¡Y la estrella me lo trajo! Cada vez que lo veo a Marcelo Bonelli en la tele, lo imagino
buscando en las librerías españolas aquel libro con las letras de Ian Curtis, y
nunca puedo llegar a odiarlo demasiado. Pero ya me fui de tema, la cuestión con
Elliott Murphy es que me hice fanático suyo sin haber escuchado jamás uno de sus
temas, simplemente leyendo las letras. Aquel libro lo compré por el título,
obvio, y porque en la tapa estaba la cara de John Cale. Alfredo Rosso ya me
había aleccionado sobre Cale, y la verdad que el buen John nunca me ha
defraudado. Incluso cuando vino de visita a Buenos Aires la rompió solo con su
piano, y Sergio Rotman me contó una anécdota que lo pinta de cuerpo entero.
Sergio se ofreció gratis para ser su asistente, solo por estar ahí, y recuerda
que cuando terminó aquel show la gente pidió un bis a los gritos, incluso zapateando
contra el piso. El ruido desde el backstage era ensordecedor, pero se nota que
Cale nunca había escuchado algo igual, ya que salió del camarín enardecido,
buscando darle su merecido al que había puesto música en la sala. Así que con
Cale la cosa fue fácil, pero durante mucho tiempo –son cosas que solían pasar
en esas épocas antediluvianas—me convertí en fan del buen Murphy sin haber
escuchado ni una sola canción suya. Algo que recién pude remediar en la época
del CD, cuando llego a mis manos una compilación de su obra oportunamente
titulada Diamonds by the yard, que contiene himnos como You never know what
you’re in for (“Todos somos drogadictos y traficantes y cafishios y
prostitutas”) , Love song for Eva Braun (“Hay una historia que se está contando/
sobre un hombre con bigote deviniendo viejo y senil/ gritando órdenes en las
junglas de Argentina”) o esta maravilla titulada Last of the rock stars, que
espera a un play de distancia para musicalizar tu mediodía de jueves. Y honra
con su presencia el Lado A de un no-programa lleno de clásicos cretinos, que
como una bella flor fuera de temporada recién está empezando a abrir sus
pétalos a lo que queda del verano.
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