jueves, 5 de febrero de 2015

Elliott Murphy, "Last of the rock stars"


El rock esta acá para quedarse/ Pero, ¿quién va a quedar para tocarlo?

Ya lo conté varias veces pero lo cuento otra vez, conocí a Elliott Murphy gracias a un libro de letras de rock, que compré porque su título era irresistible: Poetas malditos del rock. Eran tiempos pre-internet, pre-todo en realidad, así que íbamos por ahí buscando pistas de nuestros artistas preferidos, y también –o especialmente-- de los que aun no conocíamos pero sospechábamos que teníamos que hacerlo. El libro era de la editorial española Espiral, cuya colección de letras de rock traducidas competía contra otra mucho más popular de la editorial Júcar, que también era más accesible, ya que en algún momento llegó a tener una edición argentina. Jucar fue fundamental con sus libros con las letras traducidas de Los Beatles –hasta hubo uno dedicado al... ¡Gay Rock! ¡Recuerden que estamos hablando de comienzos de los 80!--, pero la colección de Espiral terminó teniendo mas onda. Para empezar, la encuadernación no se deshacía en tus manos al leerla como la de los de Jucar. Y, además, fue en un libro de Espiral donde leímos por primera vez las letras de Jim Morrison. También las de Bob Dylan (Canciones 2, que terminaba en Blonde on Blonde, fue mi Biblia durante mucho tiempo) y, más tarde, incluso Peter Hammill y ya entrados los 90 le tocó el turno a Joy Division. Nota al margen: en esa época trabajaba de joven maravilla en Radio Mitre, y le pedí el libro de Joy Division a una de las estrellas del Magazine de la mañana, para los que armaba a veces sus aperturas. ¡Y la estrella me lo trajo! Cada vez que lo veo a Marcelo Bonelli en la tele, lo imagino buscando en las librerías españolas aquel libro con las letras de Ian Curtis, y nunca puedo llegar a odiarlo demasiado. Pero ya me fui de tema, la cuestión con Elliott Murphy es que me hice fanático suyo sin haber escuchado jamás uno de sus temas, simplemente leyendo las letras. Aquel libro lo compré por el título, obvio, y porque en la tapa estaba la cara de John Cale. Alfredo Rosso ya me había aleccionado sobre Cale, y la verdad que el buen John nunca me ha defraudado. Incluso cuando vino de visita a Buenos Aires la rompió solo con su piano, y Sergio Rotman me contó una anécdota que lo pinta de cuerpo entero. Sergio se ofreció gratis para ser su asistente, solo por estar ahí, y recuerda que cuando terminó aquel show la gente pidió un bis a los gritos, incluso zapateando contra el piso. El ruido desde el backstage era ensordecedor, pero se nota que Cale nunca había escuchado algo igual, ya que salió del camarín enardecido, buscando darle su merecido al que había puesto música en la sala. Así que con Cale la cosa fue fácil, pero durante mucho tiempo –son cosas que solían pasar en esas épocas antediluvianas—me convertí en fan del buen Murphy sin haber escuchado ni una sola canción suya. Algo que recién pude remediar en la época del CD, cuando llego a mis manos una compilación de su obra oportunamente titulada Diamonds by the yard, que contiene himnos como You never know what you’re in for (“Todos somos drogadictos y traficantes y cafishios y prostitutas”) , Love song for Eva Braun (“Hay una historia que se está contando/ sobre un hombre con bigote deviniendo viejo y senil/ gritando órdenes en las junglas de Argentina”) o esta maravilla titulada Last of the rock stars, que espera a un play de distancia para musicalizar tu mediodía de jueves. Y honra con su presencia el Lado A de un no-programa lleno de clásicos cretinos, que como una bella flor fuera de temporada recién está empezando a abrir sus pétalos a lo que queda del verano.

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