Se apoyará, primero, los brazos estirados, las palmas de las
manos contra la pared. Respirará hondo y acompasadamente varias veces, hasta
que el frío de la pared le llegue. Cerrará los ojos, no mucho tiempo. Sentirá
entonces, penetrándole, un reposo húmedo. Será la tristeza. Algo tibio. Intimo,
casi fraterno. Decididamente poético. Eso. Poético. Se sentará entonces, sin
mirar a nadie. Le punzarán algunas miradas furtivas. De reojo. No deberá hablar
casi. Ni insultar. Deberá callar largamente. Sentirá entonces, creciéndole, un
orgullo callado, quieto. Será la dignidad. Lo tomará del hombro, llenando con
blandura el silencio que acompaña a los fracasos. No deberá llorar. Nunca. Tal
vez apretar fuertemente la mandíbula. Un instante. Se pondrá de pie. Sentirá entonces,
en el pecho, detrás de los labios, un escozor denso y aguachento. Será el
romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas. Tomará
entonces su frágil fama, su trémulo orgullo antes impecable, se vestirá con
ellos cuidadosamente, casi con cariño, y se marchará. No habrá las historias
resonantes de la victoria, las felicitaciones sofocantes de la victoria. Estará
solo. Y tendrá que caminar lento, pero no muy lento. Una mano en el bolsillo y
un gesto vacío en la cara. Apenas una palidez quebradiza en la piel cubierta
paternalmente por la solapa levantada. No habrá ni un solo amigo. Ni uno. O tal
vez uno que respetará el momento, el silencio, la tristeza, que dejará caer
casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre el hombro, como temiendo
romper algo, como temiendo que se le desprenda al vencido ese fino revoque de
melancolía, de nostalgia.
El vencido sacudirá una vez la cabeza, o dos, en
agradecimiento, sin hablar, porque una palabra, un gesto amartillado en falso,
puede precipitar el llanto. Y el vencido digno no se permitirá llorar ante
terceros. Se marchará solo. Se preparará en su casa un café fuerte, negro,
espeso y caliente. Se tomará la cara con las dos manos, para apretarse aun más
sobre los párpados esa poesía inútil de las derrotas. Para fijarse sobre los
pómulos todo el romanticismo suave e impalpable de las derrotas. Se podrá
permitir, ahora sí, un gesto nervioso, un puñetazo corto y duro al aire dulzón
de la cocina o bien sobre la mesa. Se podrá permitir, ahora sí, llorar con un
llanto comprimido, convulsivo, desesperado y hondo contra el marco de la puerta
del comedor. Deberá luego lavarse la cara, secarse los ojos con una toalla.
Mirarse al espejo preguntándose si tenía realmente necesidad de llorar.
Y se sentará en el sillón de mimbre.
Tomará su café. No se sentirá tan mal, después de todo.
Fontanarrosa se la cuenta
Editorial Encuadre
118 páginas
Rosario, 1973
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