jueves, 18 de febrero de 2021
Ry Cooder, "Happy meeting in glory"
Se los presento: el señor de la guitarra y la pipa lleva por nombre Joseph Spence, nació en las Islas Bahamas, y uno de sus temas –o, más bien, una de sus adaptaciones de una canción anónima religiosa– suena en el aún flamante primer Musica Cretina del año desde una versión que Ry Cooder inmortalizó en su disco más atípico de todos los que realizó en su primer etapa como solista durante los años 70 para el sello Warner: Jazz. Un álbum que conocí y aprendí a querer, como muchas tantas cosas vinculadas a la música y su disfrute, en la época de Piso 93. Lo siento por la cultura, decíamos entonces, y sonaban canciones religiosas en la trasnoche de una radio de rock, y –eso es lo más increíble– no resultaban para nada fuera de lugar. Cooder era nuestro ídolo, más que nada por su curiosidad para correrle los límites al rock, un camino que siempre transitamos de manera entusiasta. En particular cuando dejaba sonar en sus discos tanto el acordeón del Flaco Jiménez como la guitarra hawaiana de Gabby Pahinui. Lo fascinante de un disco como Jazz es que no se trata de, justamente, jazz, sino de lo que siempre estuvo en la periferia de lo que con el tiempo se terminó agrupando bajo ese nombre. Y uno de esos barrios era el de la guitarra isleña de Joseph Spence, un músico que cuando los primeros musicólogos occidentales desembarcaron en las Bahamas con un grabador para testimoniar el arte de aquellas islas lo escucharon tocar, quedaron tan desconcertados por su raro virtuosismo que buscaron ese otro guitarrista que debía estar tocando como él, porque nadie podía hacer eso por sí solo. Spence podía, claro que sí, y lo demostró durante varios discos y giras presentando su arte. Cuenta Cooder que cuando lo escuchó se sintió deslumbrado, porque en la libertad de sus afinaciones y sus ritmos imaginó una puerta a un mundo nuevo. Y hacia ahí fue. No por nada si Jazz como disco fue un fracaso comercial –demasiado jazzero para los rockeros, demasiado rocker para los jazzeros: la historia de siempre--, fue el que escuchó Walter Hill antes de convocarlo a hacer música para sus películas, lo que significó todo un nuevo capítulo en la carrera del buen Ry, uno muy lucrativo, y también sumamente libre. La reciente reedición de aquellos discos de Warner en una caja por el sello Rhino obligó a Cooder a salir a dar entrevistas, y me sorprendió leer en una de ellas que directamente no quiere hablar de Jazz, un disco al que no le tiene ningún cariño. Salvo, claro, por el detalle del cine, y también por haberle permitido tocar con alguno de sus ídolos. En las notas incluidas en la edición original del disco, Cooder escribe que los viejos himnos y canciones sacras que tocaba Spence estaban tan transformados y sincopados que hasta su esposa Louise tenía problemas para cantar con él. Se quejaba de que sus interpretaciones eran demasiado salvajes y radicales, mientras que su marido le respondía que de esa forma eran aún mejores. En el disco del que Cooder hoy no quiere hablar pero que sigue sonando tan intrigante como la primera vez, de sus once temas tres son versiones de los himnos de Spence, y siempre fueron mis preferidos. Leo en el texto incluido en una de las reediciones de su música por el sello Arhoolie que el buen Joseph era la persona más amigable del mundo cuando salía de su isla para grabar y también interpretar su música a sala llena. El testimonio de un tal Jack Viertel, musicólogo entusiasta acostumbrado a ser anfitrión de personajes del folk que lo recibió en Boston en 1971, da cuenta de –en vez de la habitual mezcla de desconfianza y timidez ante una gran ciudad– una cotagiosa espontaneidad y avidez por todo lo nuevo, ya sea haciendo volar barriletes a la orilla del río, como disfrutando de una comida en el mejor restaurante chino de la ciudad o probándose todo en los negocios más radicales de ropa. “Soy un extranjero en tierra extraña, buscando un amigo”, cuenta Viertel que solía decir Spence, con una sonrisa, rodeado por los nuevos amigos que encontraba en cada viaje. Y esa búsqueda y camaradería es lo que siempre sentí en esa música extraña que tocaba Cooder en ese disco que, para mí –en sus mejores momentos, al menos, los de Spence–, siempre tuvo la majestuosidad y el virtuosismo de un barrilete al viento. Se los recomiendo, Cretinxs míxs, no pierdan la oportunidad. Hagan play en el no-programa que les estoy invitando a escuchar, y véanlo volar.
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