viernes, 12 de abril de 2024

King Crimson, "Heartbeat"

Recuerdo la sensación/ el ritmo que creábamos

Durante los años más solitarios de mi infancia, cuando estaba dejando de ser niño pero aun no me asomaba a la adolescencia, las revistas eran mi vía de escape. Siempre hubo revistas en mi casa, papel impreso, diarios, libros. Pero las revistas creo que para alguien en camino de su adolescencia eran perfectas, porque todas anunciaban la posibilidad de un nuevo mundo. Incluso las orientadas hacia la infancia, como Anteojito o Billiken: todas contrabandeaban futuro, vidas ajenas, otros posibles. La iniciación, la crisálida, eso es lo que murmuraban esas páginas que sabías que no debías estar leyendo, pero que al mismo tiempo te correspondían, pasaban pistas de lo que te iba a suceder.
Mi acceso a las revistas siempre estuvo garantizado durante mi infancia: en la casa de mis abuelos siempre las había, por todos lados. Ya sea debajo del amohadón del silloncito en el dormitorio principal, donde siempre había que buscar las revistas del día, como en la mesa de luz del cuarto de la empleada cama adentro, que noviaba con el chico del kiosco de revistas, cuya selección completaba ese mundo de ahí afuera. Si en el sillón del cuarto de mis abuelos yo encontraba El Tony, donde reinaba Robin Wood, en lo de su empleada conocí la revista Skorpio, donde salía el Corto Maltés; si en uno aparecían la apaisada Patoruzito, en el otro se escondía la prohibida Piturro, una suerte de Isidoro al palo que salía por entonces. Y no era que estábamos llenos de guita, eh. Había revistas para todos. Quino contaba que en su casa familiar hacerse un traje o comprar zapatos demandaba meses de ahorro, pero sin embargo había revistas por todos lados, incluso extranjeras. “O un traje era demasiado caro entonces, o las revistas estaban muy baratas”, calculaba el creador de Mafalda, y yo tengo el mismo recuerdo desde otra generación, con pilas de revistas por todo mi hogar, ya sea los fascículos de las enciclopedias, las revistas deportivas o las Satiricón escondidas en el placard como si fuesen revistas porno.
Fue por las revistas que empecé a asomarme al rock, ya que yo no tenía hermanos mayores de los que heredar nada. Pero por entonces ya había pasado a depender directamente de la fuente: ya estaba más grande, y trabajaba en el kiosko de revistas del barrio. Decir trabajaba es una exageración, mas bien cada tanto lo cuidaba. Mis padres tenían un negocio a la calle, que formaba parte de una esquina del barrio de Colegiales en la que todos los comerciantes eran amigos o al menos conocidos, y se hacían favores. Uno de esos negocios era un kiosco, y con mi fascinación por el papel impreso era irremediable que terminase pasando ahí las horas en las que acompañaba a mis padres en sus labores diarias. Eran los años del fin de la dictadura, el comienzo de la democracia, y las revistas y los diarios se multiplicaban. Cuidarle el kiosco al dueño durante sus ausencias --lo mas importante durante mi guardia, recuerdo, era anotar bien en un papel escondido entre los diarios las apuestas de la quiniela clandestina-- me permitía leerlo todo, y a eso me dedicaba. Y cuando empezó a interesarme el rock, la información venía a mí bajo la forma de revistas: dentro de la Humor, que compraban mis padres, con Las Páginas de Gloria, o en El Porteño, que compraba yo (o mas bien les hacía comprar), que siempre tenía una nutrida sección cultural, en la que siempre la música --y cada vez más el rock-- estaba presente. Y después las revistas específicas, como la Pelo siempre, y después la Canta Rock, también el under cuando se empezó a distribuir Tren de Carga y la modernidad de la mano de Twist y Gritos y tantas otras, muchas efímeras, pero todas pasaron por mis manos cada vez mas adolescentes, como la segunda epoca de Expreso Imaginario o un ovni bautizado Banana, detrás del que estaba Tom Lupo.
Aquel micromundo en una esquina de Colegiales incluía una zapateria, una relojería y, lo más importante, una disquería. Ya que entonces lo que anunciaban las revistas podía corroborarse (o no) bastante rápidamente, algo que no era tan común por aquellos tiempos. Recuerdo que mas o menos todo lo que decían las revistas respecto al rock local no encontraba ninguna respuesta crítica de mi parte: fui fan de León Gieco, de Charly García o de Spinetta, pero también disfruté del Dúo Fantasía. Todo era nuevo, todo me gustaba, todo pasaba a ser parte de mi vida. Con el rock extranjero era diferente, era un mundo mas vasto, después de todo. Y además los prejuicios entraban en acción rápidamente.
Todo estos recuerdos que me vienen a la cabeza tienen que ver con el disco al que corresponde el tema de donde están sacados los versos con los que arrancan estas líneas. Un cassette, en realidad, con el que aprendí algo importante a la hora de hablar de la cultura rock, o cultura a secas. Había leído en la Twist y Gritos, creo, perdida en una columna no en el cuerpo principal de la revista, elogios hacia un disco de un grupo que no conocía, que acababa de salir. El grupo se llamaba King Crimson, el disco se llamaba Beat, asi que fui a la disquería y me lo llevé a casa. Lo puse en mi cassettera, y recuerdo claramente la sensación: no entendí qué era eso que estaba sonando. Recuerden, yo era un chico que escuchaba a Spinetta, sí, pero también al Dúo Fantasía. Sabía que tenía que gustarme, pero no hubo caso: el cassette quedó olvidado en un cajón de mi escritorio. Me lo volví a encontrar un tiempo después, ¿un año? ¿dos? Lo cierto es que volví a hacer play, y entonces sí, se me abrió un nuevo mundo: me deslumbró, amé los ritmos, las voces, las guitarras. Abracé la psicosis de Neal and Jack and Me o la extrañeza de baladas como Two Hands o Heartbeat.
De hecho la idea de escribir este texto era para hablar de ese tema, que suena en el último Música Cretina, y también referirse al anuncio de que Adrian Belew y Tony Levin saldrán de gira próximamente para tocar esos temas, y de que lo harán con el beneplácito de Robert Fripp, que les propuso el nombre para el grupo, el del disco que estamos hablando, Beat. Pero, bueno, uno se sienta y la escritura sabe más que uno. Por eso estoy acá, recordando que aún hoy el Requiem, el tema que cierra el disco, es capaz de ponerme la piel de gallina y devolverme la sensación de pasar a otro nivel que sentí la primera vez que lo escuché. Fue así que aprendí una de las claves del disfrute de la cultura popular: las cosas no son o no para cada uno, nadie está señalado por nada, simplemente hay que darse tiempo. Los objetos culturales te saltarán encima cuando los necesites, nomas hay que permitirse  tenerlos cerca. Por eso es que siempre respondo, cada vez que me preguntan si lei todos los libros que hay en mi biblioteca, que por supuesto que no, que si los hubiese leído todos tendría el doble. Hay que tener cerca a los futuros amigos, al próximo libro o disco o revista o película, que te salvará la vida o al menos te marcará el camino hacia donde debas ir. Y es un camino que no se termina, que, si se tiene suerte, queda abierto durante toda la vida.
Beat de King Crimson me acompaña desde entonces, no desde el día en que me voló la cabeza, sino un año antes, cuando llegó a mis manos y no lo entendí, pero se quedó cerca, esperando su momento. Hoy que todo parece estar tan cerca, y justamente por eso es que está irremediablemente lejos, hay que esforzarse el doble para mantener viva la curiosidad, y especialmente la atención. Todo esta ahí, pidiendo con ansiedad, como las gaviotas de Buscando a Nemo que gritaban mío, mío, mío. Estas otras gaviotas gritan dame, dame, dame. Por acá simplemente tratamos de mantenernos curiosos entre tanta gritería; escuchamos, recordamos o descubrimos y compartimos. Siempre ambicionando ser arena antes que aceite en el engranaje. Ampliar los límites de los mapas antes que acomodarse en el centro. Confiando que lo que nos puede salvar, despertar, poner en marcha, entre otras cosas, es la música. Y tiene que ser cretina, claro que sí.   

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