Aún me acuerdo del uruguayo Eduardo Pereyra, que atajaba siempre
con pantalones largos. Vino ganador de todo desde Peñarol a sumarse a ese Independiente de overol del Indio Solari, con
el Bocha en el final de su carrera, el del chaucha Bianco, las corridas de Alfarito
Moreno y la porra de Rubén Darío Insúa. Tal vez mi eterna simpatía por el
paisito, ahora que lo pienso, tenga que ver con todos los que pasaron por el
Rojo, de Pavoni para acá. Siempre hubo un uruguayo que sentir como propio,
incluso cuando Alzamendi la rompía en River, para mi nunca dejó de ser del Rojo. Pero
si ahora me acuerdo de Pereyra es porque el Rusito Rodríguez acaba de romper el
record sin goles del uruguayo que se subía las medias por sobre esos largos que
no se sacaba nunca, ni siquiera en verano. En la Cordero había teorías sobre por
qué Pereyra no usaba cortos. Se decía que tenía las piernas deformes, que lo
habían torturado y le habían quedado marcas, toda clase de cosas. Tenía porra
de rocker, bigotazo de cantopopu y cara de malo, siempre serio, Pereyra. No sé
donde andará ahora, pero supongo que él también verá su nombre mencionado acá y
allá, ahora que su record de 642 minutos—que sirvió para ganar aquel campeonato
sin muchas luces—ha sido superado por esa cifra tan de hoy, tan marketinera,
esos endiablados 666 del Ruso Rodríguez, un proyecto de gran arquero, aunque el
impresentable al que nos condenaron como relator permanente en el Nacional B insista
con que no sale y que se yo cuántas cosas más. Lo imagino ausente de toda
novedad estridente a Pereyra, canoso ahora pero siempre de negro y de pantalón
largo. Y lo veo cebándose un mate cuando la novedad finalmente le llegue por un
comentario descuidado, un titular descubierto en un diario viejo, alguna broma
de barrio. Pereyra sí que salía, y se desparramaba sin problemas, las piernas
por delante, superhéroe de bigotazo. Pero ahora seguro que ni se inmuta, sabe
que aquellos tiempos hace rato que pasaron, que en realidad todo pasa, que el
infierno no necesita de marquesinas ni de cifras redondas o simpáticas, pero que
el cielo está siempre después, cuando hay tiempo de cebarse uno y escuchar a lo
lejos todos los rumores que entusiasman y luego son ignorados por ese niño
caprichoso y consentido que es el mundo de hoy.
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