lunes, 12 de agosto de 2013
Un aplauso
En octubre se cumplen exactamente treinta años del regreso de la democracia. Ayer cuando iba
caminando a votar me acordaba de eso. Me acordaba de tener dieciséis años, y
querer entrar al cuarto oscuro. No me quise quedar en casa, así que acompañé a mi
viejo, y los fiscales me dejaron entrar a votar con él. Desde mucho antes de
aquel día, mi viejo tenía una sana costumbre acaparadora: guardarse una boleta
de cada lista de recuerdo. Eso me dio un poco más de tiempo para mirar el aula que
hacía de cuarto oscuro, recorrer las mesas donde estaban expuestas las opciones,
investigar los restos de algún corte de boleta, mirar los posters de los chicos
dueños de ese lugar todos los días. Alguna vez imité a mi viejo, o le junté las
boletas una vez que no pudo –o no quiso, no me acuerdo-- ir a votar. Podía renegar
del acto de votar, pero de no su colección. Pero aún sin tener que cumplir con ningún
pedido, desde aquella primera vez siempre me tomé mi tiempo en el cuarto oscuro.
Siempre me gustó el rito de ir a votar. Por eso es que me emociona leer sobre los
pibes que fueron a votar ayer. Por eso entiendo también a ese pendex militante que
tuvo enfrente a Macri, y quiso hacer algo. No importa si el gesto suma o no. Lo
imaginó y cuando llegó el momento se atrevió a hacerlo. No creo que nadie le
haya llenado la cabeza. Porque yo también fui a Feliz Domingo y soñé con poder dejar
a Silvio Soldán sin peluca en medio de los festejos. Mi viejo, que me llevó con
él al cuarto oscuro aún cuando no tenía edad para ir a votar, seguro que hoy está
en contra de que los chicos puedan votar a los 16 años. Su antiperonismo
militante se ha convertido casi en enfermedad mental, y reniega incluso de cosas
en las que creyó años atrás. No importan las ideas, no importa votar, importa
sólo que se vayan. Ayer pensaba en los pibes y en mis 16 años, en mi viejo, su
odio y su colección. Lo hice en un cuarto oscuro que ya no era un aula sino una
pequeña parte de un aula, no era cuarto sino tabique, un pequeño espacio en el
que –salvo con la vista—no hay espacio para recorrer. Cuando salí con mi voto,
una señora mayor esgrimía su documento ante los fiscales. Se llamaba Elisa Patrone,
y decía que esa era su última vez. Pero no lo decía amargada, sino orgullosa
por haberse pasado la vida votando. Y lo había hecho, subrayaba, desde la
primera vez que las mujeres habían podido votar en Argentina, con apenas 18
años. Un fiscal pidió un aplauso para Elisa, y aplaudimos, claro que aplaudimos.
Un aplauso para todos esos chicos y esos viejos, que quieren una vida para seguir
votando.
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