Estaba por negarse automáticamente a lo que fuese que le estuviesen ofreciendo cuando notó que no se trataba de un vendedor ambulante. El desconocido se presentó, su nombre era Abbas Kiarostami, era director de cine, y quería saber si aceptaba ser el protagonista de su próxima película. Hamayoun seguramente no supo qué contestar, tal vez balbuceó que no era actor, que simplemente era un arquitecto. Abbas insistió, y lo que sí sabemos, porque lo dijo en más de una entrevista, es que finalmente le contestó en ese lugar impropio para semejante propuesta que para él sería un honor aceptar. Luego vendrían las dudas, el momento en que Homayoun le confesó a Abbas que sentía que le iba a arruinar la película, y la respuesta de que si la película se arruinaba la culpa sería de él, el director, y no suya, de su actor. Y ahí se acabó la discusión.
Lo que vino después fue una especie de milagro en continuado, primero porque la película no sólo no se arruinó sino que resultó ser extraordinaria. Y después porque esa pequeña maravilla que fue El sabor de la cereza terminaría tomando de manera totalmente inesperada el mundo del cine por asalto. No solo fue la primera película de origen iraní que ganó la Palma de Oro de Cannes, sino que se estrenó en todo el mundo y convirtió tanto a Kiarostami como Ershadi en figuras internacionales. Acá en Argentina se convirtió en un auténtico suceso, que superó largamente el circuito de las salas de arte y propició algo impensado: que no solo se llegase a estrenar comercialmente toda la filmografía del director, sino que incluso sucediera lo mismo durante mucho tiempo con cualquier película de origen iraní. Aun recuerdo las salas llenas en la sección Contracampo del Festival de Cine de Mar del Plata, y los murmullos de sorpresa al ver pasar, en la pared destartalada de una habitación en medio de la nada, un poster de –¿quién otro?– Diego Armando.
Hamayoun hizo toda una carrera basada en la profundidad de su mirada, de sus existencialistas ojos negros. Incluso una década después fue protagonista de un suceso internacional aún mayor, el de la película Cometas en el cielo, mucho más obsequiosa con su público y con el mercado, y por eso eso mismo también más olvidable. Pero no sucede lo mismo con El sabor de la cereza (que, supongo, y habría que hacer la prueba, hoy debe ser una película tan actual como lo fue entonces, a fines de los ‘90), y tampoco con Ershadi, ni con ese rostro capaz de contar la angustia de una vida sin decir absolutamente nada, mientras buscaba aquí y allá por todo Teherán y alrededores alguien que lo enterrase debajo de un árbol de cerezas luego de su suicidio.
Por eso es que cuando llega la noticia de su muerte de cáncer, a los 78 años, no puedo menos que quedarme pensando en él, en aquella película que nos abrió la ventana a otra sociedad y a otro universo tanto a los cinéfilos como a los que no lo son pero la curiosidad los mantiene vivos y buscando, en aquel mundo en el que supimos vivir, donde las preguntas eran mas importantes que las certezas, donde no saber algo era –y lo sigue siendo, claro que sí– una puerta abierta hacia un mundo nuevo y no activaba la necesidad de tener razón, sea como sea, cualquier cosa con tal de que esas puertas se queden bien cerradas. Y al pensar en él no puedo evitar pensar también en aquel personaje que encarnó y por lo cual no lo olvidamos, y entonces espero que Homayoun Ershadi, aquel arquitecto al que unos golpes en la ventana de su auto lo convirtieron en actor durante la segunda mitad de su vida, haya encontrado al final de sus días su propio árbol de cerezas como destino.
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