miércoles, 16 de mayo de 2018

El Tom Tom Club, por Martín Pérez

Unos trece años atrás, cuando se murió Hunter Thompson, como uno de los directores de La Mano me empeciné con que quien lo tenía que despedir era el que mas cercano estaba de ser nuestro Hunter, Enrique Symns. Lo rastreé y le pedí la nota, por entonces Enrique estaba recien llegado de Chile y no había vuelto a trabajar en la prensa argentina, no tenía ni computadora, pero se sentó un par de veces en un cyber y me mandó la nota en dos mails. Salió en un número que es uno de mis preferidos, el primero en tener a Calamaro en tapa y también una despedida especial a Pappo. Si hoy existiese La Mano, no se quien despediría al buen Tom. Pero sin dudas habría un lugar importante reservado para él, otro de los nuestros, que al mismo tiempo siempre fue uno de ellos, un conservador nacido para devorar a los de arriba, algo a lo que se abocó cuando decidió hacer el perfil que lo hizo famoso entre la prensa neoyorkina, el del director de The New Yorker, que especificamente se había negado a ser perfilado. Como muchos de los nuestros, ahora ya son de todos. O al menos todos corren para apropiarselos, para quedarse con una tajada, para dejar en claro que siempre pensaron en ellos. Pero nosotros sabemos que no fue así, que hubo un tiempo que ninguno de ellos leía a Ballard, a Hunter, a Wolfe, a Levrero y la lista sigue. O al menos no los leían en serio. Cuando digo ellos son los dueños de la cultura con mayúscula, los que tenían las llaves de esa bendita C. Siempre fueron menos que nosotros (pienso en El Lugar de Levrero publicado en El Pendulo, un ejemplar colgado en todos los kioskos que seguramente vendió que casi todos los libros de los de la C mayuscula), pero siempre se creyeron mas. Hoy Wolfe es despedido en la prensa internacional como uno de los que golpearon a la puerta hasta romperla en sus propios términos. El New York Times recuerda en su enorme necrológica publicada hoy --foto y mención en tapa, doble página sábana en el interior solo para él-- que tipos como Mailer, Updike o Irving se negaron a aceptarlo entre los suyos, le recordaron siempre (especialmente Mailer, cuándo no) que era un periodista, no un novelista, a pesar de sus novelas devenidas en best seller (o especialmente por ellas). Pero Wolfe no los necesita, es padre de su propio género, ese viejo nuevo periodismo --como bien tituló El País de España-- que fue el primero en antologar, a comienzos de los 70. Y que el Nobel alcanzó a hacer entrar por esa C mayúscula de la que supo ser el gran custodio hasta que descubrieron que no podían ni siquiera vigilar a los suyos. Se murió Tom Wolfe, muchachxs. Y su nuevo periodismo sigue vivo. No es poco. Creo que es el momento para leer uno de los libros de mi biblioteca que jamás he leído y siempre buscaba un momento para hacerlo. Lo que hay que tener, ahí voy. Saludos Tom, el rocanrol color caramelo de ron es hoy la banda de sonido que marca el ritmo para quienes remamos debajo de cubierta. Y lo que antes era rebelión hoy es marcar tarjeta. Supongo que lo sospechaste antes que nadie, pero nadie quiere escuchar que sus rebeliones no lo son tanto. O peor aún, que aún triunfando no cambian el estado de las cosas. Los que eran nuestros hoy son de todos. Pero ya ven, vamos hacia una nueva Bastilla. Y eso si tenemos suerte.

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