viernes, 15 de abril de 2016

Andre Williams, "Put that skillet away"


Cuando vuelvo a casa no huelo ningún pollo friéndose/ pero, nena, estás con la sartén en la mano/ ¿qué estás pensando?

Algo así como el cazador cazado. Esa es la fábula de esta fascinante bola de ritmo y rock'n'roll en la voz de otro cazador cazado como Andre Williams, el último gran borracho empedernido del viejo rhythm'n'blues aún en actividad. Aunque, ¿lo seguirá estando? Estuve fuera toda la noche, e incluso tal vez toda la semana/ Sé que parece lápiz de labios, pero eso es sangre en mi mejilla, va farfullando excusas imposibles el cantante, pero la mujer no parece dispuesta a darle ni una oportunidad. De ahí el título del tema, traducible como: "Dejá a un lado esa sartén". Algunas de las viejas canciones del rhythm'n'blues son como chistes de Verdaguer, con la ventaja que no hace falta reirse al final de escucharlos una y otra vez, sino simplemente seguir el ritmo entre la mugre que exudan. Y sí que chorrea mugre de cada tema que interpreta el viejo Andre, un sobreviviente de otros tiempos, algo así como el hermano sin calavera y de traje blanco --al menos así luce en la portada de Bait and switch, el disco para el que hizo propio este tema-- del aún mas mugriento Screamin' Jay Hawkins. Esto que ya nadie llama ciberespacio sino internet tiene su sincronía, y leo en un post de Fabián Jolivet que Andre Williams supo tener la dudosa fama de siempre evitar a los músicos después de cada show, huyendo con el dinero hacia el dealer mas cercano. Lo primero que me celebró Andrés Calamaro al ver la lista de temas del último no-programa fue justamente la aparición de Williams, que tiene cierta fama en Europa donde suele hacer giras regularmente, con bandas puestas a su servicio que lo esperan en cada destino. Calamaro lo conoce, además, porque Williams también se ha sumado al ejército justiciero que ha ido convocando la cruzada musical de Jolivet, cuyo tema mas difundido ha sido una suerte de rap interpretado por este Moris crepuscular, pero hay mas nombres fascinantes --cretinos todos-- en esa particular peregrinación online liderada por el baterista, productor y activista argentino radicado en Los Angeles. Pero volvamos a Williams, que por estos pagos es poco menos que un ilustre desconocido. Puede serlo tranquilamente, su nombre es apenas una nota al pie de la historia del blues y el rock'n'roll. ¡Pero qué nota al pie! Supe de su existencia cuando salió este Bait and switch, y una reseña en la Pulse intentaba hacerle honor a un disco en el que cada tema es un tesoro. Contrabandeado y falso, como corresponde. Ronnie Spector canta con Andre un tema de Ike Turner, hay himnos como Detroit-Michigan y hasta lamentos despojados como Soul brother in heaven and hell, que en su momento lo hicimos sonar insistentemente en Lo Que Más Me Gusta Hacer, en Supernova. Según recuerdo haber leido entonces, Williams fue construyendo su fama durante los 50 y 60, pero termino víctima de sus adicciones, llegando a mendigar y vivir en las calles de Detroit durante los 80. Para cuando apareció este Bait and switch en el 2001, el tipo ya había vuelto en forma, gracias a la mano que le dio el grupo canadiense The Sadies, y desde entonces ha estado en activo, sacando discos cada tanto e incluso ha publicado un libro, que no dejo de buscarlo pero se me escapa. Le he seguido con ganas la pista gracias a internet, pero siempre termino regresando al unico disco que tengo de él en mi discoteca, de donde siempre sale una nueva gema, como este Put that skillet away, que firman Bill Peitsch y Jon "Sugarboy" Chalmers. Me acabo de enterar gracias a google que la dupla tenía un grupo llamado The Church Keys, que apenas deje de entretenerme tipeando esto no voy a parar hasta encontrar algún disco de ellos. Internet es un camino de ida, en donde hay mil rutas que salen de Roma y una de ellas me lleva hasta un página en la que se comenta que el baterista y cantante Peitsch era el tipo que, cuando faltaban cinco minutos para el recital y Williams no aparecía, mágicamente sabía cómo encontrarlo y ponerle los dientes postizos en su lugar para que el show pueda empezar. Supongo que debe haber mucho más ahí para husmear, pero ya es hora de poner play, dejar sonar la música, y que la sartén vuelva a amenazar la cabeza del cantante. O sino esperar pacientemente hasta llegar al final del Lado B del último Música Cretina, cuando después de Mi Amigo Invencible aparezca la voz del gran Andre, haciendo que la lluvia deje de ser melancólica y adquiera también algo de su gracia y su mugre rocker.  

jueves, 14 de abril de 2016

Rosario Bléfari, "Estaciones"


Pensar que ayer creí morir/ hoy parece que puedo seguir

Siempre lo cuento, y no veo por qué no repetirlo ahora: la noche en que fui a ver a Rosario Bléfari cantar por primera vez los temas de su debut como solista salí en éxtasis, convencido de haber presenciado algo nuevo, histórico. Como si hubiese visto --usé muchas veces esta comparación, y me sigue pareciendo fiel a lo que sentí entonces-- el nacimiento de la bossa nova. Hoy lo primero que pienso al releer semejante afirmacion es que me pasé un poco de rosca, pero el recuerdo que tengo de aquella velada aún es bastante claro, y después de repasar rápidamente el repertorio de Estaciones, se me ocurre que el entusiasmo estuvo justificado. Hay algo extraordinario en ese primer disco, y lo fue aún más al descubrirlo de cuerpo presente en el subsuelo de Belleza y Felicidad, escuchándolo por primera vez interpretado por un grupo reducido y eminentemente acústico. No había ninguna amplificación, así que lo que brillaron fueron simplemente la voz y las canciones. Eso si, supongo que en el entusiasmo posterior puede haber ayudado el porrazo que un amigo anónimo siempre ponía gentilmente entre mis labios en cada show de Suarez en el que coincidíamos. Con el tiempo ese amigo dejó de ser anonimo, claro, y los shows no fueron exclusivamente de Suárez, pero los porros nunca dejaron de estar. Conocí al grupo cuando empezaron a tocar seguido en un local de Palermagro --estaba ahí, en el limite, a una cuadrita de Córdoba, del lado de Palermo, pero espiritualmente en Almagro-- llamado La Luna. Cuando era lugar de paso obligado de todas las bandas del nacimiento de lo que luego sería llamado Nuevo Rock Argentino, yo vivía a unas cuadras del local, y solía pasarme todos mis fines de semana vacíos a tomar una cerveza con sus dueños y curiosear el grupo que estuviese tocando. Suárez era una banda extraña por aquellos días, sus shows no eran aptos para cualquier oido, sino que eran todo un viaje. El grupo tenia grandes temas, como Morirían, pero se embarcaban en la busquedas profundas de sonidos y climas, y las canciones se perdían, así como cualquier interés en interpretarlas de una manera complaciente o que al menos pudiese ser empática con un público ajeno. Digo esto porque por aquellos días me parecía que con Suarez --o con Pachuco Cadáver, por ejemplo-- sucedía algo especial y único, y más de una vez intenté compartirlo con amigos y colegas, que salían escépticos de sus shows. Claramente, no habían visto --o sentido-- lo mismo que yo. Así fue como empecé a pensar que hay musicas o escenas que necesitan de su manual de instrucciones. Cuando uno lleva a alguien ajeno a las mismas, es justo y neceasario ponerlos al día, explicarles lo que está sucediendo, advertir ciertos reparos e intentar dilucidarlos, ayudarlos a ubicarse en posición de entender y compartir. Después de todo, no todo el mundo está dispuesto a dejarse llevar por ciertos estados de animo o involucrarse y acompañar ciertos experimentos sonoros. Y hasta resulta entendible. Puede ser que sólo escuchen desafinaciones donde uno escucha emoción. Es posible que eso que uno entiende como lisergia para ellos sea apenas ruido. Hay grupos para los que nunca deja de ser necesario el manual de instrucciones, pero los que buscan interpelar a un público mas allá del pequeño ambito de su tribu, aprenden a dejarlo de lado, a salir del hermetismo, algo que resulta triunfante si lo logran hacer sin perder su escencia. Suarez fue uno de esos grupos, qué duda cabe. Hubo un camino muy largo que recorrieron desde aquellos primeros discos hasta decantar en Río Paraná, un tema que demostró no necesitar ninguna explicación. El que no lo entendía, merecía no entenderlo y punto, pobre de él. No era porque le faltaba el manual. Lo mismo sentí en ese subsuelo de Guardia Vieja, pero multiplicado mil veces. Siempre hubo una gelidez en las interpretaciones de Rosario, actriz imperturbable de las sensaciones, que puesta en acción en un puñado de canciones de amor, como las de Estaciones, multiplicaban esas referencias. Como disco de rock, Estaciones puede ser tranquilamente puesto en el estante de los discos de separación. Pero no hay nada en el intérprete que acompañe esa caracterización, o al menos no habia nada en la presencia de Rosario aquella noche que subrayase o confirmase como reales ese mundo contenido en las canciones. Su poderosa emotividad, cuidadosamente contenida, e interpretada de la manera mas pura posible, sin electricidad de ningun tipo, me generó esa impresión aquella primera vez que fui expuesto a un puñado de canciones que al llegar al disco se vistieron, se convirtieron en otra cosa, como debía ser. Estaciones es, aún hoy, el mejor disco  solista de Rosario, o al menos el que mejor interpreta ese pasaje --ese diálogo-- entre lo acústico y lo eléctrico que anida en su música. Por eso es un disfrute dejarlo sonar en este delicioso mediodía de un soleado abril en que me estuve permitiendo repasar mis elecciones del último no-programa, que ya está agotando su recorrido. Pero sigue sonando, al igual que Rosario, desde el medio del Lado A, muy bien acompañada entre Victoria Williams y Gene. Todos soleados, todos cretinos. Bienvenidos sean. Como dijo alguien recientemente, aún cuando mas nublado parezca, el sol al final siempre sale. 

martes, 12 de abril de 2016

Herbert Vianna c/Fernanda Abreu, "Historia de uma bala"


A veces pienso en huir/ a veces sólo pienso en huir de aquí

A pesar de que tal vez sea el mejor disco solista de los cuatro que hizo Herbert Vianna, no puedo evitar sentir un escalofrío cada vez que pienso en O som do sim, el tercero. Porque es un disco que mostraba a un Herbert ambicioso, mezclando invitados y estilos, y que anticipaba tal vez un nuevo viraje en su carrera, algo que no pudo ser, ya que apenas al año siguiente de su edición sucedió el accidente en el que murió su mujer, Lucy, y en el que milagrosamente salvó su vida pero no sólo quedó postrado en una silla de ruedas, sino también con su memoria y su conciencia comprometida para el resto de su vida. Recuerdo perfectamente el día de su accidente: fue justo el mismo en que Suárez abrió para Sean Lennon y Sonic Youth en un festival alternativo armado en el Club Hipico, un lugar atípico para semejante despliegue. Esa tarde recibí un llamado avisándome de la tragedia, y la verdad que recuerdo mas ese llamado que lo que sucedió musicalmente durante toda esa tarde-noche. Mi amistad con Herbert --y los Paralamas-- comenzó cuando lo entrevisté antes de su primer Gran Rex, que terminó de cimentar el romance del grupo con el público argentino. Herbert tocó Sumo, versionó a Charly, Fito y Soda, y le hizo un guiño a Hendrix esa noche; y demostró ser además un hábil declarante en una entrevista que terminó siendo mi primer tapa para un incipiente Suple No, que por entonces aún dirigía Carlos Polimeni. La entrevista la hice por las mías, colándome en la prueba de sonido, y creo que ni siquiera pensé que iba a poder publicarla a la brevedad, ya que obviamente no serviría para promocionar el concierto. Por entonces también escribía en la revista Rock & Pop, asi que simplemente aproveché la oportunidad y después vería qué hacía con ella. Lo que pasó después de aquel show en el Gran Rex es que todo Buenos Aires hablaba de Paralamas, y cuando le conté a Poli que tenía una nota con Herbert en la que hablábamos del rock argentino, le brillaron los ojos. Y después me puteó cuando lo que le entregué a las apuradas --evidentemente aún estaba muy verde como periodista gráfico-- fue un pregunta-respuesta pelado, al que debió editar a conciencia para que mereciese la tapa del No. A partir de entonces cada vez que los Paralamas pasaban por Buenos Aires nos encontrábamos, y muchos de esos encuentros terminaron en notas: recuerdo la vez que Herbert se pasó toda una sesion de fotos caminando por los pasillos del Bauen con su guitarra, tocando Days de Television. Otra vez me robé a Dado Villa Lobos, ex Legiao Urbana que se había sumado al grupo para su unplugged en La Trastienda, para juntarlo con Ciro Pertusi, fan del grupo de Renato Russo. Después de aquellas primeras entrevistas llegamos incluso a imaginar un libro sobre Paralamas, y hasta apareció una editorial interesada en publicarlo. Era AC, la primer editorial autóctona dedicada a los libros del rock, dirigida por Eduardo Berti, que se había copado con lo que había escrito para el libro de los Redondos, y enganchado con la propuesta. Hoy me doy cuenta que --como comprueba la anecdota de esa primer tapa del No-- estaba todavía demasiado verde como periodista para hacer algo así. Pero igual me compré un diccionario portugués-español, busqué la ayuda de una poeta amiga para traducir las letras de los temas, y los Paralamas me alentaron a que los visitase en Río. Nunca conseguí juntar dinero ni tiempo para ese viaje, y la idea se fue diluyendo, pero nunca la amistad con el grupo, que llegaron a pedirle a la Emi que me contratase para que escribiera las gacetillas de lanzamiento de sus discos, algo que hice sólo una vez y luego desistí: quería seguir escribiendo sobre ellos, y no me parecía ético hacerlo si me dedicaba a hacerles la prensa. Ese mismo razonamiento me hizo dejar de ir a saludarlos despues de sus shows: a los periodistas a veces nos obsesiona no ser tomados por groupies, pensamos que la dignidad se recupera aparentando ser imparciales, y creemos que independencia de opinión es lo mismo que comportarse como un ortiba. En una visita a su camarín después de un tiempo sin pasar por Buenos Aires, ante mis balbuceantes excusas, los Paralamas me recordaron que los músicos pasan y se van de las ciudades donde tocan, y que la única oportunidad que tienen realmente de ver a los amigos es ahí, en el camarín. Y que si uno no aparece se quedan pensando qué habrá pasado con uno, por qué es que no pasó a saludar. Desde entonces nunca dejé de saludarlos, y también ayudó internet, obviamente. El más cercano a las computadoras resultó ser Joao Barone, el baterista, así que pasó a ser mi vocero dentro del grupo, desde entonces y hasta ahora. Herbert no tocaba un teclado, pero la que siempre respondia los mails era Lucy, su mujer, simpatiquísima, la que aparece pintándose los labios en la tapa de O som do sim, ese disco que terminó siendo un anuncio de lo que nunca fue. Hay documental que cuenta muy bien la tragedia y la resurrección de Herbert y los Paralamas, se llama Herbert de Perto, y hay que verlo para entender de qué estoy hablando realmente. Y yo entonces me callo de una vez, y dejo que suene Historia de uma bala, en el que Herbert canta junto a Fernanda Abreu eso de que la bala en cuestión declara arrogante 'llegó tu hora'/ y al final es solo una muerte/ una noticia común/ sin lógica, sin razón y sin ningún aviso. Mejor dejarlos sonar en este martes nublado, a un play de distancia. O sino también buscarlos casi al comienzo del Lado B del último no-programa, después de Giant Sand y antes de Pete Townshend haciendo a Screamin' Hawkins, todo formando parte de una gran cretinada. Y a mucha honra.   

sábado, 9 de abril de 2016

Gene, "Truth, rest your head"


Mi paciencia ha muerto/ primero culpa, ahora el mejor hijo del odio

Esa frase no deja de resonar en mi cabeza desde que elegí este hermoso tema de Gene para el último Música Cretina. Primero culpa, ahora el mejor hijo del odio. Así es como estamos, no se puede negar. Y en esta mañana de sábado nublada y fría, la falta de paciencia, la culpa y el odio, todo construye un escenario que mejor no ponerse a imaginar, mas que nada porque las sumas se deben hacer suponiendo algún tipo de voluntad involucrada en el cambio de forma o de estado, sino cada elemento de la ecuacion se queda en su esquina, rascandose las pulgas solito y solo. Así que entonces mejor volver a la musica, y la música es la de este tema de Gene, encajado casi al final del Lado A del tercer no-programa del año, entre Rosario Bléfari y Julio de la Rosa. Y que elegí no porque sea mi tema preferido del disco (ese lugar creo que lo ocupa London, can you wait?), sino que desde que me puse a pensar en Olympian, me descubrí tarareandolo una y otra vez de manera inexplicable. Con el tiempo Gene se ha convertido en un grupo extraño, una rareza que sólo tuvo sentido en su época, y que siempre pensé que todo el mundo había olvidado, menos yo. Fueron algo así como una descarada versión 90s de los Smiths desde las elecciones estéticas de las portadas de sus primeros simples, pero después de un disco formidable se fueron desvaneciendo lentamente --sacaron un compilado de lados B que no está mal y un segundo disco que todavía tiene algún sentido, pero mucho menos-- y hoy son apenas una nota al pie de una historia decididamente ajena. La magia conectiva de internet me permitió enterarme hace algunos años que Martin Rossiter, su cantante, sigue en activo y tiene algún que otro álbum solista, y no se si incluso alguna vez no sonó uno de esos discos en este no-programa. Pero si no lo recuerdo sin la ayuda del buscador es porque su presencia no debió ser tan contundente como la de cualquiera de los temas del mágico debut de Gene, de una melancolía épica tan poderosa que hasta se puede confundir sin culpa con el entusiasmo. Cuando le seguí la pista al grupo, fui acumulando simples, recopilaciones y hasta sucesores de este iniciático Olympian, esperando el regreso de la magia, creyendo que algo se puede aprender en el rock, no queriendo ceder ante la evidencia de que la chispa no tiene didáctica, el big bang sucede, y ya. Pero qué big bang, eh. De hecho, debo confesar también que alguna vez me rendí ante mi propia culpa de estar disfrutando una copia de los Smiths, cuando hoy en día tanto Gene como Smiths son pasado pero si uno es el original y el otro la copia, entonces para qué reincidir en la copia. Eso me pregunté alguna vez en voz alta en la redacción de Radar, tierra siempre fértil para confesiones que no llevan a nada. Pero del otro lado del escritorio, donde se sienta Mariana Enriquez, me llegó la respuesta de que el primer disco de Gene es una obra maestra. Así que me quedé tranquilo, no estaba solo en mi terquedad estética, y desde entonces he regresado sin culpas al disfrute de Olympian, nave madre de este Truth, rest your head, traducible como Verdad, andá a descansar. Eso. No te necesitamos. Con Gene alcanza y sobra.     

jueves, 7 de abril de 2016

U2, "The unforgettable fire"


Si las montañas deben desmoronarse/ o desaparecer en el mar/ ni una lágrima

Cuando pienso en U2, pienso en este disco, no otro. Fue mi primer disco de U2, llegó a mis manos apenas salió, y me intrigó profundamente. En realidad fue un cassette, y como por aquella época no tenía equipo musical propio, lo escuché por primera vez donde solía escuchar todo por aquel tiempo: en el equipo que había en la casa de un amigo, a unas cuadras del Parque Botánico. La primer cassettera recién llegaría con mi primer trabajo fijo a sueldo completo, no estacional u ocasional, en un negocio de venta de computación por la zona de Nuñez, al que llegué buscando en los clasificados. Es un hermoso modelo Fuego de la marca Sanyo, que aún tengo y --maravillas de las últimas épocas de un mundo sin obsolesencia programada-- todavía funciona. Aquel tiempo de cassettes sin cassetera coincidió con el clásico período adolescente de buscar refugio en hogares ajenos, y yo solía caer en lo de ese amigo con mi música. Si él no estaba, su madre me dejaba esperarlo en el living, usando el equipo. En ese departamento recuerdo haber escuchado por primera vez Beat, de King Crimson, o El jardín de los presentes, de Invisible. Y también cómo Independiente le dio vuelta el partido de local a Olimpia para seguir vivo en la Libertadores que nos llevaría a Tokio. A aquella madre comprensiva y compañera le interesaba la música que escuchábamos --ahora que lo pienso, debía ser mas joven ella entonces que la edad que tengo yo ahora-- y siempre hacía algún comentario. Nunca me voy a olvidar lo que dijo a poco de apretar play en The unforgettable fire: "¿Por qué suena así? ¿Está mal el equipo?" Hagan la prueba ahora: dejen sonar el disco desde el primer tema, y verán que la batería y la guitarra de A sort of homecoming tienen algo demasiado despojado, que hoy es un gusto adquirido pero para el oyente de entonces, escuchándolo además por primera vez semejante sonido, sonaba tan raro que sólo podía ser el resultado de un error, o de algo roto. Es justamente esa extrañeza, la particular producción de Brian Eno, lo que hace que aún hoy sea un disco interesante de escuchar, que cada vez que un álbum de U2 me provoca alguna duda sobre mi fidelidad hacia el grupo (o me confirma que ya no los acompaño a todos lados), tenga la necesidad de regresar a The Unforgettable Fire a recordar de qué se trataba mi vínculo con ellos. Y entonces todo vuelve a estar ahí. Sí, ya sé, también está la ambición, y el núcleo de la épica que terminaría convirtiendo a U2 en una broma. Broma que ellos mismos mas de una vez aceptaron y trataron de incorporar y resignificar en su música. Tuve la suerte de presenciar una de esas veces, viéndolos salir de un limón gigante en Las Vegas, en el debut del Pop Mart Tour, una gira que los terminaría trayendo por primera vez por estos pagos. Para mí ese recuerdo es también el mejor ejemplo de cómo cumplir viejos sueños se te pone en el camino de los sueños del momento, y cómo relegarlos justamente por ser nuevos, confiando en que --como esos viejos sueños que vas cumpliendo-- ya tendrán su tiempo y su lugar, a veces de pronto no funciona: ya no están más y no podrán ser. Es que a veces  no hay futuro, sólo presente. La sabiduría --o el talento-- supongo que reside en saber reconocer a tiempo la presencia de ese "a veces". Digo esto porque aquel paso por Las Vegas fue la coda final de un viaje más largo, y como con mis cómplices ya habíamos planeado ir a encontrarnos con el limón gigante de U2 en la capital del juego, el descubrimiento de que Jeff Buckley tocaba todos los martes en Nashville y las ganas de aprovechar también para pasar a verlo sumaba tal complejidad extra a un recorrido ya demasiado complejo, que decidimos dejarlo para otro momento. Total, ya habría tiempo para ver a Jeff, que por entonces recién comenzaba una carrera que en la que pintaba para auténtica estrella internacional, como lo hubo --no lo dijimos en voz alta, pero seguro lo pensamos-- con U2. No lo hubo: a poco de volver estaría escribiendo la necrológica del buen Jeff en Página/12, ahogado como un tonto en las aguas del Mississippi, cerquita de ese Nashville que para nosotros estuvo tan lejos, tan cerca. El tiempo ostenta ese caprichoso superpoder: a veces está, otras veces no está. Aquel viaje iniciático lo realicé junto a dos amigotes para celebrar mi cumpleaños numero 30, cuyo tramo más épico fue un viaje en auto por las carreteras norteamericanas, de Miami a Nueva York, con paradas obligadas en Savannah y Washington. Durante esos tres días atrapados sobre cuatro ruedas escuchamos, como era de esperarse, mucha música. Recuerdo los demos de lo que luego sería Alta suciedad, un momento mágico escuchando una y otra vez Champagne supernova de Oasis de manera encadenada de radio en radio, y también las paradas por la ruta, en las no podíamos evitar comprar todo lo que nos llamaba la atención --por ejemplo, una gaseosa inclasificable llamada Surge--, lo que incluyó algunos cassettes en oferta que se ofrecían en las bateas, como Southern comfort de Tom Petty y --aquí vamos otra vez-- The unforgettable fire de U2. Una busqueda por internet me recuerda que el título responde a una muestra que los integrantes del grupo fueron a ver en aquel momento, de fotos tomadas en Hiroshima. El fuego inolvidable es eso, el hongo atómico y los rastros que deja para siempre. Pero la letra de la cancion que titula el disco no tiene nada que ver con esa muestra ni con Hiroshima. Leo en algunas páginas de fanáticos del grupo cómo discuten y se quejan de que la letra no habla de nada específico, pero al repasar los versos buscando uno para traducir y poner de epígrafe de este post, me detengo en el que habla de no tener ni una lágrima para derramar por las montañas hundiéndose en el mar. Lo he cantado más de una vez al acompañar el tema, pero por primera vez pienso ahora dos cosas. Una, que es algo así como el Los dinosaurios van a desaparecer propio de Bono. Y también que, inevitablemente, los versos han terminado remitiendo al destino de U2, un grupo que es como una montaña, o un dinosaurio. Y que si debe hundirse en el agua, no habrá lágrimas para derramar por ellos. Y sin embargo acá estoy, escribiendo sobre Bono y sus amigos, magdaleneándolos en busca del tiempo perdido, utilizándolos para rescatar imágenes de otro tiempo, que también son parte de mi, aquí y ahora. No tendré lágimas entonces, pero sí palabras para El Fuego Inolvidable. Y también está la musica, ideal para dejarla sonar, para que se ponga a crear nuevos recuerdos, en este jueves de sol que nos regala una semana que hasta ahora sólo tuvo nubes y lluvia para darnos. Y tambiénse puede irla a buscar en el Lado B del último no-programa, después de Brian Wilson y dándole el pie ideal a Mi Amigo Invencible, todos igual de cretinos a pesar de las diferencias de edad. Pero ya sabemos lo que sabe hacer el tiempo, que a veces cuenta y otras veces no. Siempre está y no está, al mismo tiempo. Depende del observador, como el gato de Schrodinger. Presente cuántico entonces. Y música cretina, claro.

martes, 5 de abril de 2016

Dino, "Dámelo todo"


Las ciudades del mundo/ que me han visto pasar/ susurraban tu nombre/ y te fui a buscar

La primera vez que fui a Montevideo paré en la casa de un amigo, en unos monoblocks ubicados enfrente del cementerio del Buceo. Me había empezado a fanatizar por la música uruguaya, y dediqué el viaje a patrullar de punta a punta la Avenida 18 de Julio, revisando todas y cada una de las disquerías que encontraba a mi paso. Y no sólo disquerías: recuerdo haber visto una batea solitaria en una mercería que, además de aguja e hilo, vendía discos como si nada. Apenas si empezaban los noventa, y terminé volviéndome a casa cargando una cantidad considerable de vinilos, especialmente mucho rock uruguayo de los ochenta, pero también incunables como Mateo y Trasante o el debut compartido de El Cuarteto de Nos y el Mandrake Wolf. Sin embargo creo que --vicio de coleccionista-- recuerdo mas los que no compré, como el debut solista de Jorge Nasser o Buzos Azules de Cabrera, porque pensaba que no era cuestión de abusar, que ya tenía suficientes. De hecho, fueron difíciles de cargar, como siempre sucede con los vinilos. Y como también suele suceder, aquellos discos que no se vinieron conmigo para Buenos Aires nunca más los volví a ver. Entre los que me traje entonces y los que me privé, se podía hacer un lindo recorrido por las raíces y la actualidad del rock uruguayo de la época. Creo que no hay nombre importante dentro de ese recorrido que no haya aportado su disco en ese viaje, incluso me traje uno de Neoh 23. Pero con el tiempo me di cuenta que había un gran agujero en esa reconstruccion hormiga que había ido haciendo de la cultura rocker uruguaya. No me traje ni un vinilo de Dino. No lo conocía, y nadie me lo habia mencionado. Lo descubrí después, gracias a Niquel, que en su disco de homenaje al viejo rock uruguayo incluyó no una, sino tres canciones suyas. Y las tres eran las mejores del disco. No entendía como nadie me lo había recomendado. De hecho, hace poco repasé el libro de Milita Alfaro sobre Jaime Roos, suerte de oráculo que en esos tiempos de página en blanco me sirvió para saber qué hilos empezar a tirar, y no encontré ni una sola mención a Dino. Con el tiempo, y tambien gracias a las reediciones en CD de la revista Posdata y el extraordinario disco Autobiografía, producido por Elio Barbeito, en que Dino repasa toda su discografía acompañado por un seleccionado de musicos y su voz suena mejor que nunca, como un Roy Orbison uruguayo, terminé de poner al autor de Milonga del Pelo Largo en el lugar que se merece, como columna vertebral que comunica el primer e incipiente rock uruguayo con el canto popular, y a sus milongas rockeadas con el candombe beat y el rock que vendría después. Doble eslabón perdido, entonces, se podría decir que también peca de ser demasiado rockero para los cantopopu, y muy cantopopu para los rockeros. Perdido en una tierra de nadie, sin embargo, Dino es una leyenda viva, que además no se cree nada eso de ser leyenda. Hace poco logré cumplir con el sueño de entrevistarlo a Dolores, el pueblo del interior donde se terminó instalando a su regreso de un fallido exilio tardío en Suiza. Estaba esperando tener la menor excusa para hacerlo, y hace un par de años se me había escapado cuando los Kafkarudos vinieron a tocar a Buenos Aires, invitados por la Embajada uruguaya, pero yo me enteré casi sobre el pucho. Esta vez descubrí el nombre de Dino en un homenaje a Zitarrosa que se iba a hacer en el Parque Centenario porteño, y llamé a los organizadores con la propuesta: si me mandan a entrevistar a Dino a Dolores, lo pongo en tapa de Radar. Allá fui entonces, a militarla. Porque fue una masacre: Buquebus a Colonia, espera de un par de horas hasta que salga el micro a Dolores, cinco horas de ida, llegar por a la tarde a Dolores y tener una primera charla con Dino en el hotel, dormir poco y nada y volver a charlar con Dino temprano por la mañana, antes de que ese único micro que alcance al Buquebús se vaya antes del mediodía. Cuando le expliqué a Dino que nadie me había mandado a enrtevistarlo, que estaba ahí porque hace tiempo quería hablar con él, y en Dolores, largó una carcajada. "Tu estas loco", me dijo. El resultado de ese viaje fue, efectivamente, una merecida tapa de Radar. Pero Dino me contó tantas cosas, y yo tenía tantas para decir, que me pareció que había ahí otra nota, pero con un lector uruguayo en mente. Porque había historias que no tenian lugar en una presentación de una figura, como había sido la de Radar, pensada para un lector que no tenía la menor idea de quién era Dino, y para el que había que intentar retratarlo en toda su magnitud. Las dudas, las tragedias y los secretos revelados de su historia, así como la injusticia de su lugar en el mundo de la musica uruguaya, era algo que tenia mas sentido conversar puertas adentro, con un lector que supiera bien quién era. Gracias a Gabriel Lagos, fanático confeso de Andrés Calamaro y editor del mensuario uruguayo Lento, que hace tiempo viene intentando que le escriba notas con el aliento de los post que escribo para Música Cretina, es que esa segunda nota finalmente existe. Me costó escribirla, porque --como sabe cualquier colega-- es difícil hacer otro artículo a partir de la misma materia prima. Si uno trabaja a conciencia, usa lo mejor para su nota, y entonces... ¿cómo hacer para armar otra que esté a la altura con lo que queda? El resultado de ese quebradero de cabeza personal, del que finalmente estoy mas que orgulloso, se puede leer en la Lento numero 37, que a partir de este fin de semana se distribuirá en Uruguay. Y no sólo leer, también hay una foto tomada por este servidor, aquella mañana en la casa de Dino en Dolores. Y si se trata de escuchar, en el último Musica Cretina no podía menos que sonar Dino, por supuesto. Y lo que suena es un tema de Hoy Canto, un disco de 1979, donde lo acompaña una superbanda integrada nada menos que por Jorge Galemire, Chichito Cabral y el Cheche Echenique. ¡Cómo tocan estos muchachos! Y qué bien se los escucha, casi al comienzo del Lado A, después de Suzanne Vega y antes de Linton Kwasi Johnston. Pero para los que quieran dejarlo sonar ya, en el cielo de este mediodía de martes otoñal, acá está el link a todo el disco, ya que no encontré el tema suelto. A los 14 minutos, 30 segundos, arranca Dámelo todo. Pero si Dino dice "hoy canto", es cuestion de dejarlo cantar, de punta a punta.  

lunes, 4 de abril de 2016

Música Cretina 2016 #3

ESTO NO ES UN PROGRAMA

26-3-2016

Lado A

“Decímelo otra vez/ no entendí nada”

1.- Suzanne Vega, Blood makes noise
2.- Dino, Dámelo todo
3.- Linton Kwesi Johnston, Bass culture
4.- Victoria Williams c/Dave Pirner, My ally
5.- Rosario Bléfari, Estaciones
6.- Gene, Truth, rest your head
7.- Julio De La Rosa, Tan amigos

Lado B

“Mejor que dejes de hacer/ las cosas que hacés”

8.- Giant Sand, Texting feist
9.- Herbert Vianna c/Fernanda Abreu, Historia de uma bala
10.- Pete Townsend, I put a spell on you (Screamin’ Jay Hawkins)
11.- Brian Wilson, Meant for you
12.- U2, The unforgettable fire
13.- Mi Amigo Invencible, Máquina del tiempo
14.- Andre Williams, Put that skillet away

viernes, 1 de abril de 2016

Mi Amigo Invencible, "Máquina del tiempo"


Viajé al pasado a solucionar/ lo que había arruinado/ y lo volví a estropear

Entre tanto clásico de mi discoteca, en este último no-programa integramente armado con compacts que efectivamente puedo apilar para sacar la foto que acompañará la inminente lista de temas aparece por fin una novedad, pero con aliento de clásico contemporáneo. Se trata de La Danza de los Principiantes, el último disco de mis nuevos cretinos, los mendocinos --pero instalados hace tiempo en Buenos Aires-- Mi Amigo Invencible. Lo se, llego tarde. El disco salió el año pasado, algo que saben muy bien los que siguen la nueva escena indie porteña, de la que este sexteto es uno de los animadores. Pero llegó recién a mis manos en estos días, y cuando lo puse en la compactera --qué antiguo, lo se-- a ver qué era, apenas empezó a sonar no lo pude sacar. Lo escuché completo, con una sonrisa instalada en el rostro, no porque el disco convoque precisamente a la alegría, sino que fue una sonrisa de satisfacción, de volver a encontrar un disco al que dejar sonar de punta a punta, cada cancion confirmando la promesa dejada en el aire por la anterior. Algo que se puede acompañar sosteniendo el arte de tapa entre las manos, como antes. Perdiéndose en el delicioso arte de Fede Calandria, que acompaña perfectamente su contenido. A todo esto, prefiero el desplegable con la ronda de los animales sonrientes a la portada del principiante añejado, debutando en un escenario abandonado. Tanto por la composicion como por la escenografía sonora que las rodea, las canciones de La Danza de los Principiantes son de una sorprendente nostalgia temprana, todo un viaje cuya mejor muestra es este Máquina del tiempo, que en este viernes que anuncia lluvia habla con autoridad de viajar al pasado, del viejo arbol en el nuevo jardín, de ver las nuevas luces del anochecer. Y de intentar terminar lo que se había empezado, y volverlo a dejar. No hay caso, es como alguna vez dijo Andrés Calamaro: las canciones lo saben todo antes que nosotros. Por eso hay que dejarla que suene, una y otra vez, ahora, ya mismo, acá abajo, a un play de distancia. O sino buscarla casi al final del Lado B de un Musica Cretina con todos sus disquitos bien en fila.